Al compositor francés Héctor Berlioz le pidieron un día que definiera al tiempo, y dijo: “es un gran profesor, pero desafortunadamente mata a todos sus pupilos”.
Creadores de todo tenor y rango: filósofos, escritores, astrólogos, matemáticos, químicos, teólogos y cualquier otra disciplina que querríamos incluir, sin olvidar a charlatanes y mercaderes, se han esforzado para elaborar LA definición. Ha sido en vano. Si queremos describirlo de manera consensuada, podríamos pasearnos pon una serie infinita de intentos. Una de las más comunes y aceptadas es aquella que reza: “Es la magnitud física con la que medimos la duración o separación de acontecimientos sujetos a cambio, de los sistemas sujetos a observación”.
Las discusiones son interminables en cuanto a su naturaleza. Algunos testifican que es circular y quienes tal cosa dicen ponen como ejemplo la recurrente salida del sol, así como su ocaso, los ciclos de la luna, las estaciones… Todo, aseguran convencidos, demuestra que es una rueda que retorna siempre.
Sin embargo, la realidad nos pareciera demostrar que es lineal: avanza de manera inexorable y va dejando su huella. Los glaciares se derriten, las montañas se desmoronan y concluyen en los valles, los árboles se secan, los seres humanos mermamos hasta morir… Es decir: el tiempo pasa y va plantando sus marcas en todo y en todos.
Las palabras de Shakespeare, en Troilo y Crésida, lo asoman mordaz:
El tiempo lleva, milord, un morral a la espalda
Donde pone las limosnas del olvido,
Un monstruo enorme de ingratitudes.