domingo, octubre 30, 2011

PARAGUANÁ



Puedo jurarles que no pretendo convertirles a ustedes, amigos lectores, en terapeutas a quienes voy a confiar mis cuitas y con ello ahorrarme la consulta con el analista. No me crean capaz de semejante miseria. Hoy escribo de tierra falconiana, Paraguaná para más señas, pero no puedo dejar de mencionar mi primer trauma psico-gnósico-sexual. ¿Cómo es eso? Ya mismo lo explico.

Tuve en quinto grado una maestra de unos ojos verdes preciosos y unas pantorrillas que ni Greta Garbo en sus mejores tiempos. Su nombre no viene al caso, tampoco se trata de exhibir al objeto de mi primigenia lascivia. Yo pecador ante ustedes confieso que me esforzaba por ser uno de los mejores de la clase para que ella me tomara en cuenta. Y ahí empezó el patuque.

En realidad el embrollo comenzó cuando nos dio clases de geografía y habló del Cabo San Román “el punto más septentrional de la geografía venezolana”. A la par que nos salmodiaba con la frase anterior, nos mostraba un mapa. Era parecido a este que hoy le pedí prestado al señor -¿o será señora?- Google, quien muy amablemente me lo facilitó para poderles explicar bien. ¡Gesto que se le agradece! Pero sigamos en lo nuestro: Cuando la seño nos decía la citada frase yo me quedaba en Babia y no por sus ojos o sus piernas. Explico: al ver ese mapa no podía entender aquello de septentrional y de inmediato pensaba en un cachorro de morrocoy, una tortuguita, pues, que asomaba su cabeza sedienta a beberse el mar Caribe.



Una vez concluido aquel bendito año de suplicios, ya que la seño no hacía más que recriminarme mis faltas de entendederas (no se alteren que no voy a seguir jodiendo con mis narraciones ero-pre-pubéricas), Paraguaná se me quedó guardada en un lugar muy especial.

Todo esto, estoy enteramente convencido, fue determinante para la emoción con la cual, finalmente, conocí esta tierra. Sin duda alguna que la extrapolación hizo que al igual que mi maestra, esta tierra me cautivara por completo al apenas verla, nada más sentirla. No hay cómo describir la emoción de llegar a San Román y sentirse en el punto más al norte de nuestra geografía, ¡y del lado sur del continente!



Paraguaná bien podría ser llamada la tierra de la confianza perpetua. Sus 3.405 km². de ventarrones, arenales, cardones, cabras y cujizales, se mantienen al amparo del cerro de Santa Ana. Tierra de raigambre caquetía cuyas raíces perduran en los nombres de sus pueblos: Miraca, Jurijuribo, Cayeruba, Guacuira, Sicaname, Machuruca, Matividiro, Maitiruma, Misaray… Una estirpe que ha permanecido más allá de su toponimia y que testimonian los gestos firmes y francos de sus hombres, mujeres y niños.

Hay una frase que aprendí de los campesinos trujillanos: Ustedes no me lo están preguntando pero… la cual ahora completo diciéndoles ¿cómo no enamorarse de esta tierra?, ¿cómo no quedarse en Babia ante ella?

© Alfredo Cedeño













jueves, octubre 27, 2011

JACULATORIA



Bendita sea su pureza
y eternamente lo sea,
a su terrenal tristeza
devuélvele alma vida y corazón
tú, desagradecida nación,
que te robaste sus tierras
y encima ahora lo encierras.
Qué así sea.

© Alfredo Cedeño

miércoles, octubre 26, 2011

EL SIERVO DE DIOS



A lo largo y ancho de Venezuela su nombre es sinónimo de santidad y curaciones a las que tildan de milagros, puesto que muchas de ellas ocurren luego de supuestas apariciones de este médico trujillano muerto el 28 de junio de 1919 en un accidente automovilístico en la capital venezolana.

José Gregorio Hernández nació en Isnotú, pequeña población del estado Trujillo, 430 kilómetros al oeste de la capital venezolana, el 26 de octubre de 1864. A la par de su vocación como médico trató en diversas oportunidades de abrazar la vida religiosa en la cual no pudo permanecer por su salud precaria.

Su rendimiento académico como estudiante de medicina hizo que, a fines del siglo XIX, el entonces presidente venezolano Juan Pablo Rojas Paúl, lo enviara a la Universidad de París a realizar estudios de Microscopia, Histología Normal, Patología y Fisiología Experimental.

En la capital francesa fue un asiduo visitante y profesional en el laboratorio de los doctores Richet y Strauss. En esa ciudad recibió la orden para la compra de todos los instrumentos necesarios para la creación de un laboratorio de fisiología experimental, que se establecería en el Hospital de Caracas. Una vez cumplida esa tarea regresó a la capital venezolana, donde se convirtió en catedrático de la Universidad Central de Venezuela.

Su dedicación a los necesitados llevó a que fuera bautizado como “el médico de los pobres” puesto que atendía sin costo alguno a quienes no podian pagarle por sus servicios de salud.

En Isnotú, su pueblo natal, constantemente convergen numerosos creyentes de todo el país a rezar y pedir por la realización de alguno de sus milagros. Donde estuviera su casa natal ahora hay una estatua suya, a la que veneran numerosos peregrinos y creyentes. En sus alrededores numerosos comerciantes se dedican a vender recuerdos de todo tipo, así como distintos productos que aseguran ayudan a los devotos en la recuperación de sus males físicos.

También es común encontrar a quienes van a testimoniar los beneficios obtenidos, desde haber aprendido a manejar hasta aquellos que agradecen la salvación de males terribles como el cáncer. Todos acuden y ruegan para que la Iglesia católica, que comenzó su proceso de canonización en 1949, y que le concedió el título de venerable en el año 1985, le otorgue el status de santidad para poder llamarle San José Gregorio.

Como bien han de suponer, no sería yo si no cerrara estas líneas con la nota discordante. Para algunos puede sonar a blasfemia, pero que es cierto y ahora casi no se cita cierto episodio poco santo que pende sobre el Siervo de Dios. Se asegura que su nivel de exigencia intolerable fue el gatillo que desencadenó el suicidio del también trujillano Rafael Rangel, quien se suicidó a los 32 años en su laboratorio con una ingesta de cianuro…

Debo acotar que Hernández fue inicialmente mentor de Rangel y su tutela fue fundamental para su desarrollo en el mundo de la investigación científica. Pero es lo que hay en las gavetas de la amiga historia. A fin de cuentas, más que santo José Gregorio fue un hombre que sirvió y se entregó, buscó el cielo en la tierra con gestos desprendidos y -si es que el otro mundo existe- lo más seguro es que de lo menos que está pendiente es de que se le venere o agradezca lo que hizo, y quien sabe si todavía hace, por puro amor al prójimo y al más necesitado.

© Alfredo Cedeño

















martes, octubre 25, 2011

AMANTES



Las cacareadas manos del campesino
no saben de palabras lindas,
sólo conocen el gesto bronco y suave
con el que acarician la tierra y se llenan de ella,
apenas entienden otra sutileza
que la de poseerla con firmes arrumacos
y una sostenida querencia en que entrega la vida.

© Alfredo Cedeño

sábado, octubre 22, 2011

ANTONIO ESTÉVEZ



Al oeste del llano guariqueño, al centro de una sabana que no se acaba nunca, bajo un cielo que no tiene confines, y encima de una terraza, que lo protege de las crecidas del río Guárico, está Calabozo. Allí, cuando todavía esa ciudad era la capital del estado, nació Antonio Estévez, el lunes 3 de enero de 1916; al decir de muchos uno de los mayores compositores de Venezuela y como muestra citan La Cantata Criolla.

Antonio se ganó la bien merecida fama de destemplado en el ámbito musical. Era capaz de mandar muy largo a pasear hasta el carajo a quien fuera; pero también de acudir a la iglesia principal de su pueblo a saludar a quienes habían sido sus compañeros de juegos cuando niños. Podía increpar con las palabras más gruesas a un músico o un cantante que pretendiera realizar algún desbarajuste; o derretirse de amor cuando su muy querida hija Vicky lo llamaba Tapón. Su sensibilidad desbordada la escondía atrás de un mal genio que nunca pudo avasallar su talento.

Cuando niño recorría las calles de su ciudad natal porteando lo que su padre Don Mariano Estévez llamó Palo Floriao: el mango de una escoba vieja lleno de agujeros donde ensartaba pirulís multicolores y que Antonio salía a vender de puerta en puerta. Luego cargó trozos de hielo, que nuevamente el ingenio paterno fue el primero en fabricar en la zona y que por cuatro días mandó de regalo a las principales familias calaboceñas para que se acostumbraran a él y luego vendérselo cuando, llegado el quinto día, fueron a reclamar que no lo habían recibido.

"Papá era un lince para los negocios, pero yo lo único que sabía era vivir en otro lado, después fue cuando caí en cuenta que andaba era pensando en pajaritos preñaos", evocaba con su voz a veces destemplada y otras llena de la ternura infinita del niño que nunca dejó de llevar encima y cultivar.

Su genio fue proverbial, su verbo corrosivo y su batuta endiablada. Una tríada que se unió en él para poner las notas a sonar como dioses que revientan en la noche cerrada del llano. Sus estudios formales musicales los comenzó muy temprano. En 1930 ya estaba estudiando música y clarinete en Caracas, y en 1932 ingresa a la Banda Marcial de Caracas, dirigida entonces por Pedro Elías Gutiérrez, para luego comenzar, en 1934, a cursar composición en la Escuela de Música y Declamación con Vicente Emilio Sojo. Ese mismo año ingresó como segundo oboe de la Orquesta Sinfónica de Venezuela.

La vida se la ganaba dando clases de música en distintas instituciones educativas como el Colegio Chávez, la Escuela Experimental Venezuela, el Liceo Andrés Bello, donde crea el coro, entre muchas otras y tuvo como alumnos a Jacobo Borges, Aníbal Nazoa, Carlos Andrés Pérez, Jesús Sevillano, para citar algunos de los cientos de discípulos que tuvo en esos años.

En 1943, en el viejo claustro de la Universidad Central de Venezuela, ubicado en la esquina de San Francisco, comenzó reunir a un grupo de estudiantes para conformar un coro, al cual los sempiternos mamadores de gallo bautizaron como “los loros de Pizani”, ya que el entonces rector Rafael Pizani les había brindado su apoyo incondicional para que fundara el Orfeón Universitario; el malogrado orfeón que en 1976 desapareció casi totalmente en las islas Azores.

De aquel golpe contó a Miguel Otero Silva: “De repente sucedió esa horrible catástrofe que destruyó a nuestro Orfeón Universitario. Me vi obligado a detener todos mis trabajos de creación. No para derrumbarme en silencio sino para hacer algo, una obra de esos muertos que fueron mis discípulos y a quienes enseñé, no a cantar sino a amar: amar a la humanidad y al arte”.

Francisco Lazo Martí, médico y poeta guariqueño, también nativo de Calabozo, definió su tierra con estos versos, que ya he citado en otras oportunidades:

…el llano es una ola que ha caído,
el cielo es una ola que no cae

Antonio Estévez fue un retazo de ola que se desprendió a regar su talento y alimentarse de poesía, como bien dijo: “Para poderme expresar es imprescindible la poesía. La necesito como complemento e integración. Y también necesito de Venezuela, del barro venezolano en su acepción más pura y más elevada”.

© Alfredo Cedeño





















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