Más de uno se me planta con gesto
altanero y brazos en jarras a imprecarme: “¿Y qué propones tú?, ¡porque todo te
hiede y nada te huele!” Si me pongo a
enumerar lo que me huele puedo asegurarles que es una lista infinitamente más
larga de lo que me hiede. Me huele a rama de ruda fresca en la oreja de una
agricultora que va a vender sus hortalizas al mercado de Capacho Nuevo; también
el perfume a mar que exhalan las manos callosas de la pescadora que hala las
redes junto a su marido e hijo en las costas margariteñas; ni hablar de los
aromas que emocionan incontrolablemente cuando paseas por las interminables
plantaciones de pino caribe en Uverito.
¿Cómo no oler la gloria del paso
altanero y cadencioso de nuestras muchachas en cualquier rincón del más olvidado
de nuestros pueblos o de nuestras destrozadas y arruinadas ciudades? ¿Quién no
ve con oculta envidia el paso viril de hombres y mozos en flor, recién bañados
y perfumados para ir a encontrarse con su mujer? ¿Hay acaso aquel que no puede
olfatear con viveza amorosa los vapores de las cocinas de nuestras abuelas,
madres, hermanas y tías?
¿Quién no escucha con emoción libre
de penas los cantos a la cruz de mayo al son de maracas y tambores en una
casita de Caraballeda, mientras huele ansioso las flores recogidas para
engalanar su altar? ¿Dónde está aquel que no se siente arrastrado por el
torbellino de los tambores repicando en honor a san Juan Bautista, y el olor a
sudor limpio de los negros en jolgorio? Basta con olfatear el aire en el
comedero de cualquier mercado para sentirse volando entre las volutas de ollas
y sartenes. Me huelen los ríos cuando saltan entre las piedras y sacuden las
ramas que crecen a su vera. Me huele la tierra cuando los bueyes arrastran el
arado entre el suelo que luego será mar fecundo de cebolla, cilantro y
perejil. Son infinitos los olores de mi
tierra…
¿Qué me hiede? Es una lista algo
abundante, pero que pueden resumirse fundamentalmente en dos casos. Me apesta
la casta dirigente, de un lado y del otro, tan apestosos son Nicolás, Cilia,
Jorgito y Diosdado; como lo son todos sus contrarios, ya que ambos viven
jugando a: “quítate tú pá ponerme yo”, y el hombre de a pie les interesa un
soberano carajo. Su único interés es el poder y los beneficios que les otorga.
Poco importa la cuota de autoridad que obtengan, su único fin es disfrutar de
ello.
Igualmente me huele a letrina una no
breve cofradía de plañideras, corifeos y viudas de lo que supuestamente fuimos,
donde militan con fervor gregoriano e incapacidad de dar una mirada crítica
sobre lo que hemos sido para poder rescatar lo que somos y deslastrarnos de
tantas heces que nos ahogan.
Espero haber dejado claro que es más
lo que huele, que aquello que nos empantana el alma, pero no podemos ni debemos
ignorarlo, hay que extirparlo. Merecemos oler bonito y sabroso.
© Alfredo Cedeño