En un chisme anterior a este, sin guitarra ni citara acompañándome, contaba
sobre doña Artemisa la griega, o Diana la romana; y que conste: no busco
-ni aspiro a- ser un nuevo Sabina o Arjona, pues no tengo los cojones de uno
o la pinta del otro, ni sombra de ambos gamberros; por lo que, a fuerza de lengua
y maledicencia, continúo con el bembeteo sobre la chicuela sabrosa esta.
Nunca pudo hojear el diccionario de los besos robados, o menearse en un auto
al compás de la guitarra dura y ácida de Miguel Ríos tronando concupiscente.
Menos zarandearse en un cuarto de hotel barato a un efebo sabroso, de esos
que las griegas tanto yantaron al compás de uvas, olivas y leche de cabra;
así que no supo hacer más que hacerse tirana defendiendo su virgo sin remiendos.
Por aquello de ser consecuente con su estampa de ricura vetada, un día supo
que Zeus se había apercollado con la ninfa Calisto y, como era ya maña en él,
la dejó con la panza para que se le vaciara en nueve meses, ante lo cual ella
con su típica dulzura la transformó en una osa para luego hacerla destrozar
por su jauría, sin clemencia como la que su madre tuvo cuando preñada y sola.
Sin pañuelos que secaran su llanto de fracaso ante su estirpe de hembra vetada
terminó por convertirse en diosa de la Luna, y dejó a Selene con los crespos
a medio camino y sin feligresía que le llevara ofrendas de racimos de cambur
ni pedacitos de coco en almíbar para endulzarse en sus noches sin alcancía
que guardaban soledades de tenor en un palco ahíto de pobreza empapándolo.
Su gran poder, no de Dios sino de sus tetas hermosas y sus caderas voraces,
la hizo aún más acojonante que Cibeles y no menos atorrante que su padre;
que siguió desflorando desde La Magdalena hasta Marilyn Monroe agitándose
al compás de su verga terca y estrambótica, cetro al que una estrabotomía
jamás haría ver directamente más allá de unos buenos muslos en flor que lamer.
Un arco de oro y unos leones sobre los hombros fueron sus salvoconductos
para impedir que algún día le diera por una porfía de andar bobeando por un macho
que le acomodara debidamente su fierro en medio de las piernas o el fondo del alma
y que la diosa se hiciera mujer creándole un follón enorme a Homero que no hubiera
podido inventarse sus exorcismos de fantasmas delirantes o héroes tunantes.
Ahora bien, en medio de tantos embelecos en que vivían estas divinidades un día
se armó un zipizape que se llamó la guerra entre los Dioses Oscuros y los asgardianos,
donde los primeros hicieron como el camaleón y se convirtieron en los segundos
para irse a joder en el Olimpo a tirarle piedras y jabalinas a los Dioses, y todo para
que ambos panteones se convirtieran en una versión celestial de Montescos y Capuletos
pero sin Julieta porque Artemisa jamás quiso soltar por ahí su sacrosanto himen.
Esa fue la última vez que la muy morboseable divinura fue atisbada en el planeta
y se le supone enclaustrada con los dioses Olímpicos en la montañita esa de la que ellos
tanto se ufanaron y han seguido ufanándose pero que nadie sabe en verdad
cuánto tiene de celestial y qué de borracheras de Homero el rufián que, a fin de cuentas,
fue el primero que se supo armó el jaleo y empezó con los chismes divinos y sabrosos.
Y fue de este modo como aquella nalgamenta se hizo mito para dar paso al rito,
ceremonia inútil para celebrar lo deseado pero nunca alcanzado, y en Efeso, hoy Turquía,
unos cuantos siglos atrás, según lo dicho por esos otros averiguadores de la vida ajena
a los que llaman arqueólogos, le hicieron un gran templo a nuestra Diosa, y en honor
a sus piernotas divinas lo fabricaron con más de cien columnas de veinte metros de alto.
También abundaban esculturas de Escopas, ofrendas y sacerdotes que en su nombre
armaron más de un salpafuera disputándose alguna pastorcita virgen extraviada
que llegara pidiéndole luz a la del coño intacto; y los muy belitres anduvieron en esa
hasta que una noche llegó Erostrato, un pastor pícaro y borrachón, quien desesperado
por las negativas de su novia a darle cariños y entrepiernas, con una antorcha lo quemó.
Fue así como Artemisa, Diana, La Diosa Virgen, La de Piernas Sabrosas, terminó volando:
por un lado en la lengua de juglares, trovadores y toda clase de bandoleros, como este
que ahora narra sus desdichas, y por el otro en las cenizas sin nunca haberse podido
gozar un macho tal y como Dios, La Santísima Trinidad y El Olimpo entero siempre
recomendaron, con su templo hecho pavesas ante la furia de un miserable encojonado.
© Alfredo Cedeño
Siendo un arquetipo con una huella casi humana, oscura en dolor amado por celos de su hermano Apolo. Bien, lo femenino, en sus palabras dan un colorido de la época actual entre un tipo de cazadoras, más la corona con tal fiel vista frente a su mar siendo canto -Sin pañuelos que secaran su llanto de fracaso ante su estirpe de hembra vetada terminó por convertirse en diosa de la Luna- hacia su bosque encantado.
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