Amo
mi idioma. Día tras día celebro ser heredero de la lengua española. Si bien
respeto la lengua de Shakespeare, la de Goethe, la de Dumas, Víctor Hugo y
Flaubert; la de Leopardi y Dante, la de Dostoievski, la de Homero, Esquilo y
Sófocles; la de Virgilio y Cicerón, la de Murasaki Shikibu y Haruki Murakami, la de
tantas joyas que nos hacen crecer el alma hasta desbordar el mundo cada vez que
los leemos; nunca he podido navegar en ellas con la misma torpeza que ando por
la mía.
Cada
vez que la hablo, la pienso, la escribo, me regodeo en ella, pese al continuo
trastabillar donde me conduce mi poca habilidad al usarla. Hay un sabor en ella
que no puedo encontrar en otros idiomas. Es una dulzura infinita la que conecta
mi mente con mi boca cuando la pronuncio. Hay un delirio que me sacude cuando
tomo asiento ante el teclado o agarro un lápiz, una pluma, o un marcador, y voy
convirtiendo en letras lo que pienso, pero sobre todo lo que siento. Uno dice
bastard o dumbass en la lengua de Poe; o cochon o connard en la de Verne; o
stronzo en la de Verdi; y les juro que jamás resonará de manera tan perfecta,
tan melodiosa y tan sabrosa como cuando dices: ¡Cabrón!
Antes
de seguir quiero explicar que estoy escribiendo profundamente irritado, lleno
de eso que en las viejas novelas describían como una “rabia sorda”, por ello
ruego a los lectores de estilizado lenguaje tomen las de Villadiego porque creo
que hoy soltaré unas cuantas palabras altisonantes. Escribo indignado ante el
lamentable espectáculo visto en el hemiciclo de la Asamblea Nacional el pasado
23 de febrero cuando el vicepresidente de la República, el profesor Aristóbulo
Istúriz, junto al tren ministerial del Poder Ejecutivo, cumplió con lo previsto
en el artículo 244 de la Constitución Nacional, de presentar el informe de
gestión anual ante el mencionado cuerpo legislativo.
Ese
día vimos como el diputado Henry Ramos Allup, a la sazón presidente de la
Asamblea, daba respuesta a las palabras del segundo a bordo del poder ejecutivo.
A los once minutos de su intervención, fue tratado de boicotear con un coro que
proveniente de la llamada bancada oficialista coreaba cual niñas en patio de
recreo de colegio de monjas: “Fuera de orden, fuera de orden, fuera de orden”,
mientras se podía ver a una imperturbable primera dama de brazos cruzados, a su
izquierda un rechoncho Diosdado Cabello que comenzaba a hojear un libro, luego
el ex encapuchado Jaua se mostraba de piernas cruzadas al más depurado estilo patiquín,
seguido por un vociferante Pedro Carreño que se veía desgañitado coreando a los
otros y el señor vicepresidente de brazos cruzados se mantenía impasible. ¡Es que
ni vergüenza tienen!
En
la isla de Margarita hay un refrán que reza: Todos los pejes tienen espina pero
macabí carga la fama. El narrado episodio nos hace saltar de inmediato a
pensar: ¡Qué horror!, pero ¿qué podemos esperar de esos chaburros? Es decir, se
impone aquello de los prejuicios que llaman.
Ustedes dirán ¿y con esos Alfredo anda malbaratando calenteras?, qué
ganas de perder el tiempo. No. Mi endemoniamiento viene con lo que ocurrió doce
minutos más tarde.
Luego
de concluir Ramos Allup su intervención, dio instrucciones a la secretaría para
que fueran haciendo pasar a los funcionarios que debían hacer entrega de sus
respectivos informes de gestión. La punta del ovillo decadente la comenzó
mostrando la ministra de turismo que luego de hacer entrega de los “tomos” de
su obra gritó de manera estentórea desde las gradas de la presidencia: “Viva
Chávez”, causando una bulliciosa algazara entre los asientos de sus compañeros
de tolda. Minutos más tarde al llegar el turno del titular de la cartera de
vivienda la bancada opositora comenzó a entonar la palabra "propiedad" de manera
reiterada, dando pie a que el mencionado ministro gritara: Un millón. Luego algo
similar ocurrió con el ministro de alimentación, para luego ver al jefe del
despacho cultural luciendo una apariencia en el más rancio estilo Pocahontas
haciendo muecas y musarañas hacia la galería donde una pendenciera barra de
seguidores le aplaudía a rabiar.
Así
llegó el turno en el que el secretario convocó al “Ministerio del Poder Popular
para el Servicio Penitenciario, entrega la ministra María Iris Varela Rangel”,
y comenzaron a desatarse los demonios. La imagen poco agraciada y cuasi deforme
era presagio de momentos poco gratos. Lejos los años en los que tuvo una figura
que hacía a más de un colega verla con poco santas intenciones, lo cual –aclaro–
mi sectarismo me impidió compartir; que se apechugaba a su gusto en la tribuna
de visitantes con el actor Fernando Carrillo, tal como lo vi y fotografié en su
momento. Sus pasos desmañados y bamboleantes casi inspiraban la simpatía que puede
llegar a despertar un baldado. Y comenzó lo deleznable. Cada vez se hizo más
claro e inteligible desde los asientos de la llamada fracción de la unidad un
coro con sonsonete de niños a la hora del recreo que vociferaba: “El Conejo, El
Conejo, El Conejo”, mientras el jefe de esa fracción, el honorable Manolito el
de Mafalda –entiéndase julio borges– jugaba con su corbata a rayas y acompañaba
entusiasta en la algarabía a sus compañeros.
¿Por
esta pandilla bullanguera e irrespetuosa fue que se convidó al país a
participar y a darles la investidura de diputados de nuestra Asamblea Nacional?
¿Y esa cochinada hay que celebrarla y callarse? ¿Es que nadie le piensa decir a
esta cuerda de inútiles que no fueron electos para comportarse de manera tan
despreciable y ruin? ¿Ese el respeto que tienen por la majestad del cargo que
representan? ¿Para eso la gente se arriesgó a salir a votar, contra todo pronóstico,
por rescatar la decencia y la seriedad en
nuestro país? Pero no contentos con esa primera imbecilidad, a los
segundos el turno de la arenga cambió a “El Picure, El Picure, El Picure”. ¿Qué
es eso? ¿En qué momento el país se nos convirtió en semejante chiquero donde
vemos a unos honorables hozar con regocijo en medio de semejante estercolero?
Retomo
el júbilo con mi idioma que me permite hacer una definición rotunda de las
cosas. Esto que estamos viviendo es una mayúscula cabronería en la cual me
niego a participar. Ya saltará el coro celestino de alcahuetas a justificar
semejante conducta, y celebrar que cada día nos hundamos más en semejante
letrina donde nos ha ido sumergiendo la casta política. Como bien hemos de
esperar no habrá siquiera una excusa, mucho menos una disculpa ante semejante
desatino. Yo pido perdón al país a nombre de quienes seguimos creyendo en una
manera decente de hacer las cosas, y le confieso la profunda vergüenza que me
produce sentir que una vez más se le falló a Venezuela al llevar a la condición
de diputados a quienes más bien merecían ser llevados a un jardín de nutrias
mañosas y por amaestrar.
© Alfredo Cedeño