Al
año siguiente, cuando debí repetir el año, tropecé en las aulas de Jesús
Obrero, en la Calle Real de Los Flores de Catia, de mi Caracas natal, con Jesús
María Azkargorta, y al año siguiente con Leonardo Carvajal, quien por aquellos
días recién había dejado las filas de la Compañía de Jesús. Ambos me
transmitieron su pasión por sus materias. Varios años más tarde la vida me puso
en el camino, de la mano de su inseparable Raquel Cohén, a Daniel de
Barandiarán. Si con los primeramente citados había aprendido a respetar y hacer
mía la disciplina, con él supe adentrarme en la pasión y fascinación por el
pasado, y su impacto en hoy y mañana.
Llevo
largo tiempo reflexionando sobre la escasa gracia con la que ella es vista por
la mayoría de la gente, y debo decir que ese desplante se ha extendido de
manera aparentemente inmarcesible Urbi et orbi. Al punto que he escuchado a
algunos de sus propios estudiosos expresarse de manera despectiva respecto a
ella. Punto aparte merecen las apropiaciones, y consiguiente manipulación, que
de sus relaciones se han hecho a lo largo del tiempo. Todo aquel que logra
ganar un espacio, trapisondas mediante, en los ámbitos de poder se dedica a
establecer su propia épica. Es decir establecen falacias argumentales que
pretenden convertir en historia. En Venezuela es una práctica de vieja data,
pero tal vez la que más nos ha afectado, en cuanto a su impacto en nuestro
devenir es la llamada estirpe de los tres Guzmán. Este linaje que fue creación
del segundo de ellos, Antonio Leocadio, es un ejemplo de manual. Él era hijo de Antonio de Mata Guzmán y
Palacio, un andaluz llegado a Caracas en abril de 1799, y Agueda Josefa García
Mujica, quien vendía golosinas a los soldados del ejército español, quienes le
habían apodado “la tiñosa”, por sus abundantes pecas. Antes de que algún doliente en retroactivo
aparezca, aclaro que no estoy más que asentando hechos de los que ya otros, con
más enjundia que yo, los han documentado.
Este
primer Antonio participó en algunos episodios de los orígenes de nuestra
república, estuvo en relación con Francisco de Miranda y Simón Bolívar, lo cual
fue aprovechado por su vástago mayor para enaltecer sus orígenes. Digo que, no
teniendo él blasones de los cuales presumir, ante una Venezuela que pese a la
independencia del reino español, mantenía incólume una estructura de poder en
la que los blancos, criollos pero blancos a fin de cuentas, eran los que
determinaban cómo se batía el chocolate, y quién era el que lo podía beber, se
dedicó a crear su propia gesta. Él no tenía un lugar en aquella aldea con
pretensiones de ciudad que era, y de algún modo sigue siendo, Caracas. Es
natural que él escarbara en su ayer para reacomodar los hechos para conseguir
un escaño que de algún modo lo equiparara con sus vecinos. No es difícil imaginar lo duro que le debe
haber resultado la vida en aquella comarca de status patológico, donde deben
haber sido frecuentes los recordatorios de que era hijo de un oficial español y
una vendedora de dulces, tiempo en que los muy insoportables caraqueños le
debían recordar a menudo su estirpe no-mantuana.
Él,
que había sido formado en España, llega a su aldea natal y se involucra en las
labores de la naciente Nueva Granada, trabaja al lado del propio Bolívar, quien
le encarga varias misiones, y pronto se dedica a ir labrando la que será su
propia huella: la creación de distintos pasquines, publicaciones con pretensiones
de periódicos, con las que va articulando una estructura política propia. Es
necesario decir que Antonio Leocadio Guzmán se adelantó en más de medio siglo a
Lenin, quien conformó el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia a través del
periódico Iskra; nuestro bolchevique
tropical creó El Venezolano, y por
medio de las corresponsalías de aquellos tiempos estructuró el partido
Liberal.
Sería
un despropósito no recordar que previo a ese medio, él creó toda una serie de
publicaciones que fueron las que le dieron su propio espacio en aquellos
escenarios de revueltas, ajustes y reacomodos. Antonio Leocadio Guzmán, al
fundar en 1825 su periódico El Argos,
inoculó al venezolano el populismo. Sus diatribas contra todo el orden secular
que, pese a la guerra civil de independencia, se mantenía vigoroso nos
marcaron, yo diría que tanto para mal como para bien, y modificaron las
relaciones de poder que pautaban nuestras estructuras sociales. Años más tarde
su hijo, al que muchos han tratado de barnizar como un “autócrata Ilustrado”,
utilizó la figura de su padre y sus vínculos con el nacimiento republicano para
reescribir, término que tanto le gusta a los progresistas, nuestros orígenes,
al punto que, el 1º de mayo de 1873, decreto mediante: “Declara al ciudadano Antonio
Leocadio Guzmán Ilustre Prócer de la Independencia Suramericana.”
Hay
numerosos textos que abordan en profundidad los aportes y los costes de los
Guzmán, doy estas breves pinceladas, porque no deja de sorprenderme cómo han
prevalecido sus esquemas hasta nuestros días. ¿Qué diferencia hay entre esos
manejos y los iniciados por el comandante eterno cuando se empeñó en reescribir
nuestra historia? ¿Acaso no les dice nada la exaltación de su descendencia de
Maisanta? ¿No estamos ante una manifestación, ya de siglos, de una hambrienta
necesidad de prestigio, solera y tronío al costo que sea? Necesitamos mantener encendidas las linternas
que el profesor Camargo usaba cuando entraba al aula. Es necesario hacer que Venezuela
nos duela y amemos con la misma pasión que lo supo hacer Daniel de Barandiarán.
Hoy, como nunca, es necesaria la enseñanza de nuestra historia, no de
reescribirla, no de buscar borrar lo que no se puede, su condición indeleble no
permite esos garabatos altisonantes con que tratan de marear nuestra atención.
A fin de cuentas, la perspicaz sabiduría popular bien lo expresa con aquello
de: Deseos no empreñan.
© Alfredo Cedeño
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