Los vagabundos de esta era los
hay de diferentes orígenes, los hay africanos, centroamericanos y, en una
apabullante mayoría, venezolanos. Las historias de los paisanos son
desoladoras, excepcionalmente aparece alguna referencia a uno u otra que
destacan en cualquiera sea la disciplina en la que se desenvuelvan. Son glorias
atléticas, musicales, literarias, científicas, artesanales, industriales y
paremos de contar, que nos hacen hervir el orgullo nativo. Sobran aquellos que
se sienten negros tocadores de cumacos en la fiesta de san Juan.
Somos millones los que andamos
errantes sin ver el Ávila, ni oler los mereyes de Bolívar, ansiosos por oír las
olas de Chuspa, Arapito y Choroní, ahítos de melancolía por una tierra que
difícilmente volveremos a pisar. Somos pedazos de una tierra donde aprendimos a
ser lo que somos y que cargamos clavada cual espina de erizo de mar. Nos hemos
ido asentando en tierras ajenas con una nube imperecedera a cuestas que no cesa
de enchumbarnos de nostalgia.
Vienen fechas, pasan fiestas,
compras auto, inviertes en un techo, duermes tranquilo y con la puerta abierta
si te provoca, o se te olvida pasar la llave, conduces entre motorizados sin
tener que esconderte bajo las nalgas el teléfono, vas al mercado y te paras
indeciso ante las cincuenta cajas distintas de cereales para el desayuno, te
diriges a la primera tienda especializada a comprar un scanner de negativos y
te dicen que tienes dos semanas para devolverlo en su caja original y poder
recibir tu dinero de vuelta de inmediato. Miles de cosas que van pasando y que,
sin embargo, no mitigan el desarraigo.
Los mecanismos de defensa
elaboran herramientas para tratar de paliar el desolador sentimiento de
pérdida. Pero el hueco sin fondo de los
ojos se nos llena de una perfección lejana que raya en el hastío. Mientras
tanto, los buitres se mantienen lanzándose picotazos disputando los restos de
lo que alguna vez fue la esperanza del mundo…
© Alfredo Cedeño
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