Pocas veces me he alegrado tanto de haberme equivocado. La semana pasada escribí sobre la impunidad con la que el hijo de la señora Putin estaba arremetiendo contra Ucrania, y la pasividad en que se enfrascarían los distintos organismos, organizaciones y naciones. No quiero contar los pollos antes de nacer y celebrar el reverdecimiento de la solidaridad, y demás acciones conexas, o el despertar de la conciencia. Más bien creo que ha habido aquello de que han visto las bardas de sus vecinos arder y han corrido a poner las suyas en remojo antes de que la candela se las vuelvan carbón. Sin embargo, la pasividad no ha sido la que anticipaba el jerarca ruso.
Vladimir, seguramente, se veía entrando a Kiev como
Hitler a París, como el coloso triunfante a cuyo paso se rendiría la plebe. Tal
vez, este abogado hijo de Leningrado no está al tanto de lo furtivo que fue el
recorrido que hizo su héroe Adolfo por la capital francesa. Fueron apenas tres
horas, y estuvo rodeado de tanto misterio que a estas alturas todavía no se
ponen de acuerdo si fue el 24 o el 28 de junio de 1940, cuando el zarandajo
austríaco la recorrió. Con certeza se sabe que llegó de madrugada, cuando no
había gente en las calles, y a las 6 de la mañana entró a la Ópera de París. De
ahí fue a la Iglesia de la Madeleine, porque había sido erigida como un templo
seglar, para homenajear a Napoleón. El
siguiente paso fue a la Plaza de la Concorde, el paseo de rigor por los Campos
Eliseos, el Arco del Triunfo y Plaza del Trocadero. Allí posó, así como quien
no quiere la cosa, con la Torre Eiffel al fondo. Más tarde visitó la tumba de
Napoleón, siguió por el Panteón, Montparnasse, Notre Dame, el Louvre, el
Palacio de Justicia y finalizó su ronda en la iglesia del Sagrado Corazón.
En cambio los ucranianos le han mostrado los dientes y
le han hecho pagar, a costa de la suya, una inesperada cuota de sangre. El
mundo occidental no envió soldados, han –ojo, con excesiva timidez– enviado algunas armas y
medios de defensa, y han impuesto una serie de sanciones que golpean duro donde
más le duele a los dictadores: en el bolsillo. Ya lo veremos como un Fidel de
las estepas, o un Maduro siberiano, clamar contra las medidas que ahogan al
digno pueblo ruso. Como si a él le importarán mucho sus paisanos, como si no
fuera trajinada costumbre de los déspotas rusos acabar con pueblos enteros,
mientras ellos, los miembros de la secta dirigente, viven como zares.
El desaguisado es de tal
magnitud que hasta los amarillos han marcado distancia y con su proverbial
ambigüedad leímos que el ministro de Relaciones Exteriores Wang Yi llamó a su
homólogo ucraniano y manifestarle que “China está extremadamente preocupada por
el daño a civiles en Ucrania.” Por otra parte los militantes de esa izquierda
exquisita, pero llena de casposos y mal bañados, ya andan entonando su
cantinela habitual en contra de la guerra.
Con su cara habitual, de concreto armado, tratan de señalar a Ucrania
como la agresora. Ni de vaina son capaces de entender que su ídolo de turno
puso la gran torta. Con sus acciones de macho envalentonado el mandamás ruso
hizo que la patria ucraniana dejara de ser una idea y se convirtiera en una
realidad defendida con uñas y dientes por sus hijos; mientras que por otro lado
unificó a la OTAN y a la no menos díscola Unión Europea. Es la manifestación
por excelencia de los santones inútiles y carismáticos que los “progresistas”
suelen elevar a los cielos…
Ya veremos, cuando se ajusten
las tornas, a muchos clamando de rodillas por empinadas escaleras un poco de clemencia
para el bachiller Putin. Y será hora de replicar: Verdugo no pide clemencia…
También será bueno recordarles una breve frase de Romeo y Julieta, donde
Shakespeare pone en bocas del personaje El Principe, al anunciar el destierro
de Romeo luego de matar a Teobaldo. El mandatario, adelantándose a eventuales solicitudes
de perdón, cierra su decisión con estas palabras: “La clemencia que perdona al
que mata, asesina.”
© Alfredo Cedeño
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