La gloria, como toda definición hecha por el hombre –e incluyo en dicha denominación a mujeres, antes de que alguna feminista arrebatada salte a exigir alto a la discriminación–, es de una amplitud que roza con el infinito. Por ejemplo, en el ámbito religioso se llama así a “la felicidad plena y verdadera del hombre que es fiel a la voluntad de Dios y que goza de intimidad con él.” Si a mí me hubieran preguntado a los seis años qué era la gloria, seguramente hubiera dicho: Dormirme en los brazos de mi abuela. A los doce mi réplica debía ser algo como: Comerme una pasta con asado del que hace mamá. Pasados los veinte no dudo en decir que la respuesta debía ser algo así como: Un Buchanan´s con hielo y mi mujer al lado en la playa. Y así.
Ella, la gloria, es tan vasta en sus sensaciones como
en sus aplicaciones. Si usted le pregunta a uno de esos zarrapastrosos que han
llegado al poder a la sombra de ese ectoplasma que llaman “liberación”, es muy
probable que no sepan qué responder, y lo más probable es que diga: No caigo en
ese tipo de provocaciones de definir esos vicios pequeños burgueses. Eso sí,
mientras cuentan con despachos con aire acondicionado, en algún cargo con
chofer, secretaria y gastos de representación incluidos.
Si la pregunta se le hace a algún alma de Dios, que
todavía las hay, la respuesta acudirá fluida a sus labios: Dar lo mejor de mí a todo el que pueda
tenderle la mano. También hay aquellos menos líricos en su vivir y razonar,
quienes soltarán algo como: “Ganar una buena comisión por intermediación y
celebrarlo con una botella de champaña
bien fría.”
Repito, son innumerables las definiciones, y hago esta
reflexión al calor de pensar que es sábado de gloria. En mi niñez le llamaban Sábado
Santo, y mi abuela me explicaba que era un día de luto, “este es un día de
silencio, mijo, fíjate que ni misa hay.” Años más tarde supe que en efecto, e
igual el Viernes Santo, “la Iglesia se abstiene absolutamente del sacrificio de
la Misa.” Son días en que la comunión
solo puede darse en caso de extremaunción. Tampoco celebran uniones
matrimoniales. Es el día de preparación para la resurrección de Jesús, fecha en
la que la feligresía se vuelca a pedir por el retorno del Salvador.
Mientras tanto, y así como quien no quiere la cosa,
Venezuela, la de glorias pasadas, la de Gracias infinitas, la libre y ubérrima, sigue languideciendo en manos de unos sátrapas que la han destruido para
construir su propia gloria: la que solo pueden alcanzar aquellos que por
treinta monedas– aunque para ellos son incontables millones– de plata, le
vendieron el alma al diablo y entregaron el país para su desguace a rusos,
chinos, iraníes y cubanos. Tendrán su propio Gólgota…
© Alfredo Cedeño
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