Era martes,
ocho y cuarto de la mañana, lunes 6 de octubre de 1969, no tenía entonces un
mes de haber cumplido los trece años de edad.
Recuerdo bien la fecha porque ese día en Jesús Obrero, calle real de Los
Flores de Catia, donde los jesuitas se empeñaban en desasnarme, entró al aula
Edgard Abraham, a quien, aquella tropa deslenguada que siempre fuimos, habíamos
bautizado “Tabaquito”, y con su voz pausada y medio amalandrada, nos dijo: Hoy
vamos a ver…, mientras que a la par escribía con gruesos trazos sobre la pizarra:
ECUACIONES.
Aquella
palabreja que me había estado persiguiendo desde hacía mucho tiempo en mis
pesadillas se materializó. Recordé a mis primos Jackson que siempre hablaban
con pánico de ellas, recordé a infinidad de otros zagaletones mayores que yo a quienes
siempre escuché mentarlas casi temblando, en fin, fue una verdadera manada de
miedos los que se me vinieron encima ante el lobo que había llegado en el pasar
atildado del profe de matemáticas, al que siempre había visto con enconado
recelo cada vez que se me cruzaba en los patios del colegio. Pero, como suele
ocurrir, era más el miedo que el peligro real y ahí comencé a aprender, con
extremada torpeza e incompetencia debo reconocer, el fascinante proceso de
despejar las incógnitas.
Más adelante
supe que las puede haber de segundo, tercer y ¡cuarto grado! Igual me enteré de
que las hay de grado n, exponenciales y hasta unas donde la bendita incógnita
está afectada por una función trigonométrica, las cuáles pueden generar infinitas
soluciones. Si alguien sabe de la querida y admirada Miriam Mireles, gran
matemática, pero mucho mejor poetisa, que le avise para que me ayude a terminar
de explicar este saco de anzuelos. Pero tratemos de seguir. Hago esta evocación
mientras me planteo ¿cuándo será que nosotros nos dedicaremos a despejar la
eternamente irresoluta ecuación militar venezolana? ¿Acaso es una de esas
enlazadas a la trigonometría?
Nuestras
Fuerzas Armadas no son una casta, si hacemos memoria encontramos que sus orígenes
son absolutamente empíricos, lo cual les hace aún más grande. Un grupo de niños
sifrinos, como llamaban en su momento a los mantuanos, y un grupo de pulperos,
campesinos y desposeídos de toda laya que se enfrentaron a un ejército entrenado
y adiestrado en el arte de la guerra. Fueron unas fuerzas armadas nacidas bajo
el patronazgo del caudillismo expresado en diferentes formas. Terratenientes,
propietarios civiles que se declaraban generales o comandantes, encabezando su
peonada a las cuales entregaba machetes o chopos para actuar de manera pendenciera
y personalista, e imponiendo su opinión política para conducir los asuntos del
Estado hacia lo que eran sus propios intereses.
Larga es la lista de nombres y situaciones que podría citar para
ilustrarlo, más de medio siglo de “revoluciones” de toda laya vivimos desde
1830 hasta comienzos del siglo XX.
Siempre
la obsecuencia y las maromas de cortesanos fueron patentes. José Antonio Páez,
hijo de una humilde familia canaria, dedicado al negocio de ganado en su Acarigua
natal, terminó con el más alto rango castrense, a punta de ensartar españoles y
descabezar a todos cuantos defendieron a la bandera española, luego al surgir
la separación de La Gran Colombia, es célebre la frase que en 1830 usaron las
elites caraqueñas y valencianas para consumar la división: ¡General usted es la
Patria! Y por ahí podríamos seguir enhebrando la a veces poco decorosa retahíla
de chafarotes devenidos en caudillos que provocaban montoneras cada vez que les
atacaba un prurito de cualquiera fuera su origen. No existía una fuerza armada
nacional, repito, había una larga, y aparentemente inacabable, sucesión de
reyezuelos locales que ejercían su mando a como les diera su peregrina
voluntad. El muy ilustre Antonio Guzmán Blanco, abogado egresado de la querida
Universidad Central de Venezuela, pariente lejano de Bolívar por la rama
materna, opta por incorporarse a una de las tantas luchas armadas de aquellos
años y termina en general. Es así como luego pretende personificar la fusión cívico
militar, que en realidad no era más que una entente entre los caudillos y la
élite civil. Otro ejemplo de ese caudillazgo cobrador de cuotas castrenses fue Joaquín
Crespo, el "Taita Crespo", hijo de campesinos que se hizo hacendado,
y se mete en el zafarrancho de las tantas revueltas y, ¡por supuesto!, llega a
general. ¡Faltaba más!
Y
así entramos al siglo XX de las manos de Castro y Gómez. El primero un pichón de
cura en Pamplona, de donde se retira para ir a trabajar de pulpero en su natal
Capacho, que termina dejando todo para incursionar en la política. Recordemos
que en su aventura arrastra a su compadre Juan Vicente Gómez, quien lo
acompañará hasta conquistar el poder y erigirse en presidente de la república,
para luego terminar por sacarlo del juego y ejerciendo de manera despiadada el
control de Venezuela durante 27 años; y por supuesto con el rango de general a
cuestas. Ahora bien, hay que escribir que fueron este par de angelitos andinos
quienes hicieron que el país tuviera un verdadero ejército, ellos sembraron las
bases para que tuviéramos unas fuerzas armadas profesionales, en el sentido más
amplio de la palabra.
Es
bueno aclarar que la Junta Suprema de Caracas creó el 3 de septiembre de 1810
la primera academia militar de matemáticas en Venezuela; lo cual hace que
algunos afirmen que es el Instituto más antiguo de formación de Oficiales en
América. La realidad fue que ello no se llevó a cabo, hubo varios intentos de
concretarlo pero no será hasta el 20 de julio de 1910 cuando Gómez fundó la
actual academia. Ahora, si bien el tachirense se dedicó a hacer un cuerpo
militar profesional, también es cierto que fue una guardia pretoriana de la
cual dispuso a su real saber y entender. En algunos momentos designó algunos
títeres en la silla presidencial, como ocurrió con José Gil Fortoul, Victorino Márquez
Bustillos y Juan Bautista Pérez; sin embargo él siempre retuvo para sí el cargo
de Comandante en Jefe del Ejército. Gómez siempre tuvo claro dónde estaba el
poder real y lo ejerció. No fue gratuito que Carlos Jiménez Rebolledo, un civil, haya sido
Ministro de Guerra y Marina durante 22 años, desde 1917 hasta 1929, lo cual lo
hace el ministro que más ha durado al frente de una cartera ministerial en la
historia republicana de Venezuela.
Luego
de Gómez la fila de militares, ejerciendo la primera magistratura venezolana,
siguió su curso. Fue así como pasaron por el cargo Eleazar López Contreras,
Medina Angarita, Delgado Chalbaud y Pérez Jiménez. Mención aparte merece, por
haber sido el de más bajo graduación en lograrlo, el teniente coronel Hugo
Chávez, bajo cuya batuta el país ingresó al tercer milenio; y por además haber
implementado una militarización desbocada al aparato republicano. Basta con
revisar la hemeroteca para encontrar un trabajo de Sofía Nederr, publicado en
El Nacional el 26 de diciembre del 2013, donde cita las investigaciones de
Guzmán Pérez, quien había contabilizado hasta ese momento que en los 15 años anteriores
a esa fecha alrededor de 1.614 militares de distintos rangos, entre activos y
retirados, habían desempeñado cargos en la administración pública. Pérez explicaba que 1.246 designados por
Chávez y 368 por Maduro, diseminados en gobernaciones, alcaldías, ministerios, viceministerios,
Asamblea Nacional, consulados y embajadas. Una verdadera piñata la que el
eterno galáctico y el bigote bailarín han apaleado a conciencia.
Por
supuesto que estos últimos años han generado en toda Venezuela una urticaria
generalizada contra todo aquello que siquiera huela a marcial. Hay quienes
hablan de la materialización del servilismo, otros menos elaborados en su verbo
denuncian bozales de arepa, y podría seguir enumerando la, por lo general, poca
halagüeña lista de epítetos con que suelen ser mencionados los militares venezolanos.
La pregunta que no ceso de hacerme es: ¿Cuándo y cómo vamos a dejar las
pataletas y la pendejera de niñas malcriadas para acercarnos al mundo militar? Es
cierto que en el ala militar de nuestra sociedad hay una cantidad de pillos y
vagabundos, pero estoy convencido de que esa es una minoría. Decir que todos lo
son, es tan simple y necio como decir que en nuestros barrios más humildes sólo
viven malandros. El querido cura Alejandro Moreno ha hecho un trabajo invalorable
en nuestros barrios y bien puede enmendarme la plana si me equivoco. Yo he
conocido en el mundo militar gente decente, seria, trabajadora. Conocí a un
mayor de la guardia nacional cuyo carro era un Chevette, porque como decía él
con suma dignidad: “Brother este es el carro que pude comprar con mi sueldo, no
puedo tener otro”. Y como ese hombre decente y padre ejemplar hay un montón
más. Sin embargo, a muchos como él sólo lo vituperamos y encaramos exigiéndole un
accionar que muchas veces es a la ciudadanía a quien le corresponde ejercer.
¿Hasta cuándo jugamos a niños
malcriados? ¿Hasta cuándo dejamos de llamar las cosas por su nombre? El poder real, y que se alborote el gallinero
de una buena vez, está en manos de los militares, es el mundo militar quien
tiene el poder de fuego bajo su responsabilidad y no es gratuito que la dupla
Chávez-Maduro los haya mimado de la manera que lo han hecho. ¿Qué ha pasado al
respecto de este lado del tablero? A ese sector, al que hay que enamorar, al que
hay que atraer para acá, porque pueblo no tumba gobierno y el 11 de abril fue
una manifestación de eso. Sí, el pueblo estaba en la calle pero hasta que el
alto Mando Militar no dijo: Usted renuncia; Chávez no sale. Es el mundo militar
el que puede decir en un momento determinado: Se acabó la vaina, tú te vas. Nos
guste o no nos guste, eso nos cuesta a veces digerirlo, pero la realidad es
esa. Quien tiene el poder de fuego es quien tiene el mando, es quien tiene el
verdadero poder, y nosotros no hemos hecho nada para acercar a esa gente. Ellos,
que no son una casta, ni miembros de las clases más pudientes del país, como
ocurre en Chile, por ejemplo, pasan por las mismas vicisitudes que todos los
demás. Es un grupúsculo de enchufados el que se ha dedicado a enriquecerse
obscenamente, hay una gran mayoría de esos hombres y mujeres que son decentes y
lo menos que debe hacerse es “enamorarlos”.
Hace pocos
días un encopetado señor opositor apareció exigiendo a los militares que se
limitaran a someterse a la letra de la
Constitución porque esa era su obligación, y demás sarta de pamplinas conexas.
Bien saben que vivo haciéndome preguntas, y en este caso la que me hice fue: ¿Dónde
estaban los que ahora cacarean pidiendo a los militares rigurosa sujeción a lo constitucional
cuando Blanca Ibáñez vestida de militar, pasó revista a las operaciones de
salvamento en Maracay, durante las inundaciones del río Limón en 1987? Ese
trato de nuestros hombres de armas como meras cachifas por parte de nuestro
estamento político nos trajo a este pantano donde ahora estamos, y es muy cómodo
decir que son los uniformados los responsables de esta agonía que ya va por 16
años. Fueron los votos de la ciudadanía y la incompetencia de nuestra cofradía política
la que nos llevó a esto. En estos tiempos que tanto se habla de unidad y sumar
adeptos, ¿hasta cuándo se lanzan patadas a los militares?
© Alfredo Cedeño