Un día a la hora del almuerzo mi
esposa sacó, entre aspavientos y regocijo, un envase que me aseguró era lo
último en la alimentación sana: Sal del Himalaya. A mí me pareció que, en el mejor de los
casos, era lo que mi abuela llamaba sal marina, o en granos. Pero, en aras de
la armonía a la hora del yantar, me limité a escuchar y a probar en la ensalada
que estábamos por comer; la verdad es que era una sal cualquiera. Pero, como
bien han de suponer, lo de la sal del Himalaya me quedó dando vueltas. Y en adelante
me dediqué a, cada vez que iba a los supermercados, revisar los anaqueles de
los condimentos. La verdad que era asombrosa la multiplicidad de variantes, la
pobre sal, la común y corriente, la de siempre, lucía presa de un auténtico
bullying, se le veía amedrentada, acoquinada y achicopalada en medio de la
inmensa variedad de sal del himalaya.
Otro día en el que me puse a divagar
en torno al mentado mineral, empecé a preguntarme cosas. Lo primero en que caí
en cuenta fue la cadena de los montes Himalaya está regada por ocho países
distintos: Pakistán, Nepal, India, Afganistán, China, Birmania, Bután y
Tayikistán. La pregunta que me
hacía era: ¿Pero cuántas toneladas de sal se están produciendo en el Himalaya
para tener un boom de ventas, que ni el petróleo?
Una de las primeras cosas que hice
fue buscar en Google, y en 0,55 segundos me dio más de cinco millones de
resultados sobre el mentado condimento; resaltando, como era de esperar, los
beneficios de su consumo ya que mientras la otra, la blanquita y silvestre de
siempre, era cloruro de sodio y yodo añadido, esta traía sulfato de calcio,
potasio, magnesio, hierro, manganeso, yodo, flúor, zinc, cromo, cobalto y
cobre. Todo un bálsamo de las sales. Sin embargo, es bueno resaltar lo que el
dietista y nutricionista Ramón de Cangas, quien además es, doctor en Biología
Molecular y Funcional, así como y miembro de la Academia Española de Nutrición
y Dietética, quien puntualiza: “Aporta las mismas cantidades de sodio que la
sal de mesa”.
Al seguir escarbando en torno a esta
panacea de mesas y cocinas me encuentro que en realidad su procedencia es de la
mina Khewra Salt, ubicada en la región montañosa del Punjab, Pakistán; aunque
no sólo allí se le produce. También se sabe que en todos los sitios donde se
realiza dicha explotación es en condiciones infrahumanas, y en medio de una
insalubridad casi absoluta. Y eso es lo
que estamos consumiendo en el mundo entero al compás de un ritmo que marcan las
cajas registradoras de supermercados, abastos, pulperías y chiringuitos; no en
balde el precio de la “exquisita” supera en cientos de veces a la vulgar y
corriente de siempre.
¿Cómo y por qué llegamos a eso? Me
hago la pregunta una y otra vez, con insistencia rayana en el masoquismo, y la
respuesta me viene súbita y mordaz. ¿Cómo se entiende que Petro gane en
Colombia, Chávez en Venezuela, Ortega en Nicaragua, Boric en Chile? ¿Cómo es
que tales triunfos se convierten, gracias a copiosas y eficaces labores de
mercadeo, en lo que no son? ¿Cómo es que en el mundo entero siguen comprando la
idea trasnochada, contaminante y retrógrada de una secta que solo busca el
ejercicio del poder puro y simple? A fin de cuentas, a duras penas llegan a ser
un mito contemporáneo. Y lo seguimos consumiendo, pese a que no nos aportan nada
distinto.
© Alfredo Cedeño