Sin los olores la memoria tendría una presencia
poco menos que desgraciada en nuestras vidas. ¿Usted se puede imaginar evocar su
plato favorito sin que pudiera recordar el aroma de sus condimentos? ¿Quién
alcanza a rememorar su primer coito sin desenterrar la mezcla de fragancias de aquel
momento celestial? ¿Acaso hay quien pueda recordar su niñez sin añorar el
perfume de sus golosinas a la hora de la merienda vespertina, así fueran de
papelón con queso?
Escribo de ellos y de inmediato me asalta Gabriela
Mistral y su “Ronda de los aromas”:
Albahaca del cielo
malva de olor,
salvia dedos azules,
anís desvariador.
Tampoco puedo dejar de rememorar en “El Conde de Montecristo”, cuando
al morir el abate Faria, su compañero de infortunios y heredero de su fortuna, Edmond
Dantès, oculto en el subterráneo que comunicaba sus celdas, le toca enterarse
de la certificación de su muerte. Narra Dumas: Hubo otro instante de silencio, oyóse después un chirrido como de carne
quemada, y un olor nauseabundo llegó hasta el horrorizado Dantés a través de la
baldosa. Aquel olor de carne humana carbonizada hizo que Edmundo estuviera a
punto de desmayarse.
Otro autor que
necesito mentar es a Hemingway, y tomo de “París era una fiesta”: Salí a la calle después de pasar a través de
todos los buenos aromas de pan que llenaban el horno y la tienda. En “Las
verdes colinas de África” detalla el olor de los animales cercanos a los que
quiere cazar, la vegetación, el sudor de sus compañeros.
La importancia del
olfato en nuestras vidas es determinante, y por ello es un recurso que los
autores suelen emplear para ubicar al lector en el contexto de su obra. Explica
la psicóloga española Silvia Álava, quien tuvo a su cargo la dirección del
estudio “Los olores y las emociones” que solemos recordar hasta el 35 por
ciento de lo que olemos, y apenas un 5 por ciento de lo que vemos. Asegura la
guapa estudiosa de la conducta que “la memoria es capaz de percibir hasta
10.000 aromas distintos, aunque únicamente es capaz de reconocer 200 olores”.
En mi caso son
múltiples los olores que funcionan como gatillos que me trasladan de inmediato
a diferentes etapas de mi vida, sobre
todo a mi niñez. Uno de ellos el de la pastilla de jabón Palmolive, pero el
verde, que usaba mi padrino Chebo para bañarse bajo un gran chorro que había
fabricado él con una vieja lámina de zinc donde caía el agua del río Osorio, en
la parte alta de La Guaira.
Su nombre era
Eusebio González, nacido en El Valle del Espíritu Santo, en la isla de Margarita,
y estaba casado con mi madrina Carmen Felicia Salazar, quien a su vez era prima
de mi madre. Ellos habían migrado de la amada isla a mediados del siglo XX,
cuando la miseria hacía estragos allá, y habían salido adelante en Caracas.
Llegaron a tener varios abastos, o bodegas, o pulperías, como usted prefiera
llamarles, que estaban en distintas partes de la ciudad; los locales más importantes
estaban en La Pastora y otro en El Valle. Un buen día, corrían los tiempos del
gobierno de Pérez Jiménez, la que estaba en el sur fue expropiada para la
construcción de la avenida Nueva Granada.
Ellos, gente emprendedora y de poco miedo,
decidieron que no se iban a arriesgar a nuevas ocasiones como esa, así que
vendieron todos los locales y decidieron irse a La Guaira. Allí empezaron a
explorar hasta que en la parte alta del río Osorio encontraron una señora que
tenía una choza a la orilla del río y un conuco. En breve hicieron negocio con ella
y se instalaron allí. Les estoy hablando de una pareja de cierta fortuna puesto
que eran varias las propiedades que habían vendido en Caracas, y sin embargo
decidieron arrancar una nueva forma de vida.
Ellos, mis padrinos,
fueron un par de seres especiales que viví y disfruté al máximo. Ella era
menuda, de humor ácido y genio endiablado. Él era enorme, debe haber medido
cerca del metro noventa y pasado largamente los cien kilos, genio fuerte también
y un vozarrón que me hacía sentir ante uno de los gigantes de los cuentos que
me narraba mi abuela Elvira. Ambos eran de una generosidad muy particular.
Años más tarde entendí la real dimensión de ellos.
Eran una especie de Reverón y Juanita, entre ambos construyeron su casa con
piedras que sacaban del río y sacos de cemento que él subió uno por uno desde
la carretera que quedaba a cerca de kilómetro y medio de donde ellos se
establecieron. Junto a la casa él fue sembrando matas de caña de azúcar, de
topocho, de cambur, de plátano, de guayaba, de piña, de parchita, de parcha
granadina, y paremos de contar. Igualmente hizo un tanque inmenso para
almacenar agua, la cual hacía llegar desde el río con una canal que le construyó,
y desde allí regaba a través de una red de acequias todas sus plantas. La “ducha”, ya les conté como la hizo en el
cauce del río, donde cada tarde acudía con su pastilla de jabón en la mano y una
toalla sobre su hombro. Además de hacer todo esto, él buscó trabajo en el
Puerto de La Guaira, donde laboraba de lunes a viernes y a veces los sábados en
la mañana.
Repito, estoy
escribiendo de unas personas que tenían un capital suficiente como para dedicarse
a cualquier otra cosa, y sin embargo se dedicaron a construir con sus propias
manos una morada.
Escribo todo esto
porque llevo días oyendo y leyendo por todos lados que Manolito el de Mafalda,
léase: Julio Borges, presentó ante la Asamblea Nacional el Proyecto de Ley de
Vivienda para otorgar el título de propiedad de la Gran Misión Vivienda
Venezuela. La pregunta que no ceso de hacerme es: ¿Cómo será el sistema de pago
de dichas viviendas? ¿O es que no se trata más que de otro mecanismo para
estimular la mendicidad y reforzar entre los venezolanos la condición saudita
de un Estado que regala a troche y moche lo que se le antoja?
Me aterra que se
siga estimulando en nosotros la maldición petrolera, el estigma del dame- todo-hagamos-nada,
el síndrome del mendigo suertudo que sin hacer nada gana siempre. No se trata
de no favorecer a los más necesitados, se trata de comprometernos y comprometer
en la participación a todos. No hay una casa en Venezuela donde no se vean signos
de una vida cómoda en mayor o menor proporción, y todos esos enseres o
utensilios son pagados, a veces a precios exorbitantes, por todos. Ello revela
una disposición al logro que de manera perversa no se ha querido estimular. ¿Hasta cuándo se
repetirá el esquema de un Estado omnímodo que todo lo da? ¿Cuándo será que
comenzaremos a ser una tierra comprometida consigo misma y que será lo que queramos
que sea porque lo que sobra es talento, dedicación y compromiso?
© Alfredo Cedeño
3 comentarios:
Magnifico tu relato,no me imagine nunca un articulo tuyo realaacionado con el sentido del olfato.Y no deja de asombrarme la facilidad como llegas a donde quieres llegar, A mi entender eso que anda tratando de hacer Manolito, es buscar simpatizantes para su MUD,ofreciendo algo que no sabe si lo logrará, para luego,si es negativo su solicitud, decir, los malos son aquellos, sin embargo si logra obtener que les den los titulos de propiedad debe existir y plantear algún mecanismo que obligue al propietario a pagar por la vivienda, tipo casa del Llamado Banco Obrero obra de los ADECOS, si mal no recuerdo. Aqui no estamos para regalias, ya el pais está mas hundido que el titanic para seguir regalando.
Estupendo texto. Volvemos a coincidir, hoy con el Palmolive verde. Besos.
Ylleny Rodríguez
Detrás de esa bella historia de esfuerzo y trabajo familiar una excelente y oportuna reflexión. Totalmente de acuerdo contigo
Mariela Meneses Moncada
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