Ningún río crece con
aguas limpias, susurra el campesino
y coloca el ladrillo
sobre la argamasa con gesto nítido.
Sus dedos salpicados
de mortero acarician cada pieza
y sus ojos preñados
de arrugas calibran la derechura.
Él escogió el mejor
sitio dentro de su mayor barbecho
para con sus propias
manos fabricar la menuda capilla.
El agua clara sólo se
agarra después que se aplaca todo,
murmura y comienza
una nueva hilada de la pared virgen.
Jesús es su nombre,
Chucho le dicen todos en la montaña,
su devoción es
vigorosa como la brisa que lo zarandea.
Dios me da salud y
tierra, ¿cómo no hacerle una casita
si bien merece que le
haga un palacio alto como el cerro?
Su voz desnuda
resuena con gratitud al seguir el faenar,
y ahora pone una roca
menuda que calza sobre el adobe.
Tampoco le haré una
catedral, mis manos allá no llegan,
pero la campana suena
y se oye lejos por el puro badajo.
Su trabajo es un
repicar devoto que brota sobre la tierra
y su boca desgrana
lentas palabras que son oraciones.
Así como la creciente
alborota todo y deja el agua clara
estas paredes y un
techo de palma ampararán después a Dios.
© Alfredo Cedeño
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