Había una vez un país impoluto, en el que los maestros daban clases de ciudadanía y nunca hubo entre ellos casos de prevaricación, o de cabalgar horarios al amparo de reposos médicos que les permitían desempeñar varios cargos a la vez. Ellos nunca fueron aquilatados en sus verdaderos logros: habían alcanzado el dominio del arte de la ubicuidad. Era un terruño idílico de partidos políticos dedicados al servicio, donde nunca se repartieron vehículos entre los jefes regionales de partido, o jamás se prestaron a maromas retóricas para otorgar concesiones mineras, por decir un par de ejemplos.
Era un
territorio donde nunca hubo sindicalistas que compraron casas suntuosas, ni
carros estrafalarios, ni tampoco se les conseguía en bares y lupanares
camuflados con mujeres que no eran las suyas. En ese modelo de estado no hubo
ministros que cobraban comisiones, ni tampoco hubo testaferros al servicio de
ellos y de cuanto funcionario, de medio nivel hacia arriba, se desempeñaba en
algún cargo público.
Esa era la
patria de la corrección y el ejemplar desempeño, donde no había porteros de
instituciones que tenían cuatro carros, casa en la playa, apartamento en El
Marqués, y que viajaba dos veces al año a ver a al ratón Mickey –una vez con la
familia oficial y otra con la amante de turno–. Allá nunca un funcionario
maltrataba al usuario, y siempre, siempre, siempre, le resolvía al ciudadano sus
problemas, ni nunca le pedían “algo para
el café”. Era el territorio de la corrección a toda prueba, donde los
profesores universitarios cumplían a cabalidad sus turnos, ni había casos de
algunos que plagiaban los trabajos de alumnos o de tesistas, ante los que ellos
habían fungido de jurados, para luego cobrar cifras cuantiosas a cargo de los
institutos de investigación.
Les
escribo sobre un pueblo al que los suizos veían con envidia ante la
transparencia de su funcionamiento; donde no había policías, guardias, ni
fiscales de tránsito que abusaban a troche y moche de los ciudadanos. Era la
tierra de gracia perpetua y oportunidades inacabables. Y todo eso se vino al
suelo con la llegada de unos malvados, de tono rojo rojito, que acabaron con
ese paraíso. Esos malévolos seres llegaron de otro planeta, no fueron concebidos,
entre arrumacos y cálculos desatinados, y amparados por todos aquellos que
buscaban tener una tajada de pastel más gorda de la que ya tenían.
Por eso
es que ahora hay un país de viudas gemebundas, absolutamente dispuestas a
lapidar a todos aquellos que no nos sometemos a cantar las virtudes de lo que
nunca fuimos…
© Alfredo Cedeño
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