La
vieja Elvira, mi abuela paterna, era de gestos engañosamente suaves y lengua
corrosiva, y reconozco ser injusto al decirlo ya que nadie gozó más de la blandura
de sus manos y la ternura de su voz que yo. Pero, tal como le oí decir más de
una vez: Amor no quita conocimiento. Aquella dulce anciana de baja estatura,
pelo muy largo que se enrollaba con ayuda de una peineta de carey sobre la
nuca, lentes siempre a caballo, sobre una nariz aguda que sabía oler si a un
plato le faltaba sal o le sobraba comino, o si alguna vecina había tenido una “mala
noche”, como solía comentar entre risas pícaras con su compinche eterna doña
Isabel Romero; era capaz de plantarse en La Plazoleta de El Guamacho a coserle la
mortaja al cura de la ermita El Carmen porque lo había sorprendido mirando de
más el escote que cargaba alguna feligresa, sin por ello dejar de acotar: “También
hay que no saber dejar guardado en la casa el puta para irse así a misa de
nueve un domingo”.
A
ella le encantaba hacer un potingue que llamaba linimento. En un frasco ámbar mezclaba
cuerno de ciervo (amoníaco), aceite de coco, agua bendita y dos pastillas de
alcanfor, lo cual me hacía batir de manera ininterrumpida hasta que “huela a
ajo”, como me respondía cada vez que le preguntaba si faltaba mucho en mis
labores de agitador. No había algo que yo detestara más en mi obesa y malcriada
niñez que oírla decir: Alfredito se está acabando el frasco, vamos a tener que
hacer más. Esa aversión solo la superaba cuando me dolía algo, porque de
inmediato ella sacaba su versión tropical del bálsamo de fierabrás para embadurnarme
con aquel menjunje, mientras me decía: Y cambia esa cara que no estás oyendo el sermón de las siete
palabras a las tres de la tarde en la playa del Sheraton.
Para
mi abuela no había jerarquía que estuviera a buen resguardo de su lengua feroz.
Lo mismo embalsamaba al cura, que descosía al coronel que estaba a cargo de la
guarnición de El Vigía, cuyos subordinados solían salir a trotar de madrugada
por las estrechas calles coloniales de La Guaira, a lo cual solía comentar: Con
lo que cuenta Caracas, tanta vaina útil que hay por hacer y estos manganzones
corriendo como si estuvieran a punto de mearse, ¿alguien me podrá explicar por
qué en vez de tenerlos corriendo calle arriba y calle abajo no los ponen
siquiera a barrer la plaza Vargas, que buena falta le hace un cariñito?, pero,
no, debe ser que al mandoncito ese lo excita sentir el chancleteo de botas ese
en la madrugada. Seguro que ni mujer tiene porque si tuviera a quien recostársele
temprano no andaría pendiente de semejantes vainas. Hombre solo no hace más que
inventar guarandingas raras, a ese no le arriendo la ganancia… Y se acomodaba
en su cama para tratar de seguir durmiendo mientras mascullaba un Ave María.
Tampoco
había algo que la sublevara más como oír decir: Pobrecito Perencejo, no hay
forma que levante cabeza ese hombre, todo lo que se pone a hacer le sale mal.
Mi termómetro de que estaba muy molesta por algo, o ante alguien, era que no
levantaba la cara de lo que fuera que estuviera haciendo y con voz casi
inaudible dejaba caer: Pobrecito el diablo que perdió la gracia de Dios, a ese que
rece La Salve al revés a ver si así se le enderezan el rabo y el entendimiento,
porque hay que ser bien bruto para no dejar de equivocarse en todo lo que hace,
yo con pendejos no voy ni a misa ni a recoger mangos, porque o entran saludando
a los santos o seguro agarran los piches y dejan los buenos botados; ¡Dios me
haga el favor y lo mantenga con bien y lejos de mí porque lo que puedo es
terminar arrancándole la cabeza por bolsa!
Pero
si algo la hacía montar en cólera era cuando alguien trataba de decirle qué iba
a hacer, o cómo debía llevar a cabo cualquier actividad que tuviera
pendiente. Recuerdo vívidamente los días
finales de noviembre de 1963, faltando pocos días para las elecciones
presidenciales de ese año cuando Leoni, Larrazábal, Caldera, Jóvito Villalba,
Uslar Pietri, Ramos Giménez y Germán Borregales eran los candidatos postulados.
Papá, en su única incursión en actividades políticas, decidió darle su apoyo a
la candidatura de Arturo Uslar Pietri, “porque necesitamos gente que realmente sepa
de qué habla, y no seguir con esta tropa de fariseos que de vaina si saben
hilar sujeto, verbo y predicado”. Ella lo oía y callaba. Un domingo, faltando
poco para la fecha, él cometió la imprudencia de preguntarle si iba a votar por
su candidato. Ella respiró hondo, soltó
una camisa a la que le estaba cosiendo un botón, y por encima del marco de los
anteojos le dijo sin levantar el tono de su voz:
– Mire, señor Alfredo (lo cual
era indicio de la rabia que sentía), ¿usted me puede decir cuándo yo le he
dicho, o siquiera insinuado, que vaya y vote o haga con sus nalgas una zaranda
si es que le da la gana? Ni cuando el zoquete de Pérez Jiménez inventó su
plebiscito en el 57, junto con el patiquín de Pedro Estrada y sus esbirros de
la Seguridad Nacional me pudieron hacer votar por la mojiganga de ellos, me vas
a venir tú ahora a decirme por quién voy a hacerlo. Te caíste de una mata de
coco, ¡y de culo! A mí, nadie, escucha bien, nadie me dice qué voy a hacer, ni
cómo lo voy a hacer, y mucho menos cuando de una vaina tan seria y delicada
como es votar se trata. Será muy inteligente, será muy preparado, será el
mejor, pero si decido hacerlo por el cabeza de bola de Leoni, o por el pote de
gomina de Caldera, o por la corbatica de mesonero de Borregales, nadie me va a
quitar mi derecho a hacerlo. Esa es la bendita vaina que tienen todos en este
país, que quieren que hagamos lo que ellos dicen que es lo que a una le
conviene. Ni que Bolívar aparezca por ahí de nuevo, voy a dejar yo de hacer lo
que considere tengo que hacer, así que déjese de pendejeras conmigo y de
estarle haciendo campaña al señor ese, y que él mire a ver más bien si junto
con sus amigos invisibles en vez de
sembrar petróleo, se dedican es a plantar topocho que sí se come, porque
a cuenta de lo otro será que quieren que comamos gasolina.
© Alfredo Cedeño
3 comentarios:
Buenos días. Genial tu manera de decirnos que en Venezuela cada uno hace lo que le da su entendimiento con libertad y nadie le impone el voto aunque lo intente. Un abrazo.
Alejandro Moreno
Esa generación de abuelas criollas fue ¨"juerte", como decía mi abuela Carupanera. Podríamos reunirnos para comparar cuentos, decires, regaños y torcidas de ojo. Me encantó tu post.
Ylleny Rodríguez
Demasiado genial tu abuela Alfredo .Los amigos invisibles ,que programa cuando los domingos lo ponían en mi cas, que fastidio ese Sr ,yo no entendía nada de nada,una voz muy monótona , Cascarabia la Doña , asi es mucha gente queriendo que uno ni piense ni decida.
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