Muy
temprano aprendí lo terrible que es perder el camino. Hace un poco más de dos
años compartí con mis lectores la experiencia vivida en El Ávila en los
carnavales de 1970. Durante tres días un grupo de estudiantes del Jesús Obrero,
junto con el entonces jesuita Antonio Pérez Esclarín, permanecimos extraviados
e incomunicados en la cara norte del cerro capitalino. La sensación de estar en
la barriga de la montaña totalmente rodeados de vegetación resultaba agobiante.
Por momentos me sentí en una versión tropical de Jonás en el vientre de la
ballena, castigo divino por no haber aceptado ir a predicar en Nínive.
Así
supe que cuando extravías el norte empiezas a dar vueltas o tumbos, y a duras
penas alcanzas a mantener cierto rumbo, pero por lo general solo atinas a
ejecutar gestos sin sentido. Uno de los
momentos más terribles es cuando empiezas a preguntarte cómo es que estás en
semejante escenario, cómo llegaste a ese punto en el que sabes que tu vida está
en real peligro, qué pasó para que todo tu entorno se convirtiera en un riesgo
permanente, cuándo fue que todos tus anhelos dieron paso a tu instinto más
primitivo: sobrevivir a todo trance.
Salir
de escenarios no deseados suele ser muchísimo más arduo que entrar a ellos,
sueles caer allí sin transición alguna, lo cual genera profunda tensión y no
pocas frustraciones. La cavilación generalmente es permanente, pero a ella se
impone la necesidad de actuar para evitar la parálisis que puede terminar en la
muerte. Es una espiral que suele descender a los infiernos particulares de cada
quien cual Orfeo donde nuestra Eurídice es la vida propia, y lo que sobran son
Cerberos que nos pueden despedazar.
El
caos que nos abruma es total, el trastocamiento parece incrementarse con ritmo
febril. Países donde los gobernantes se comportan cual matones de barrios,
otros que se desempeñan como hampones embozados. La ciudadanía ha dejado de ser
el ejercicio de la condición humana para ser transformada en un estado de
fanatismo donde el “políticamente correcto” ha condicionado todo gesto
espontáneo. Los linchamientos en la
plaza cibernética son agua de cada momento, y depende de las hienas de turno.
Basta que usted asome la intención de nadar fuera del cardumen twitérico o
instagrámico o facebookciano para que sea desollado de inmediato. Al carajo el
derecho a disentir, y ni hablar de crear. ¿Imaginan a Nabokov publicando Lolita en estos días? Ni hablar de
Howard Phillips Lovecraft y su racismo militante.
Vivimos
un vaivén enloquecido, un bamboleo de navío borracho, que justifica lo que
decidan los verdugos digitales, en comandita con los titiriteros políticos.
Ocurre cualquier cosa que podamos pensar mientras que hechos absolutamente
inequitativos siguen ocurriendo y nadie los atiende. Escasos días atrás el
Tribunal Supremo de España inició un juicio a dos exmilitares salvadoreños por
la masacre de seis curas jesuitas españoles en El Salvador el 16 de noviembre
de 1989. Inocente Orlando Montano y René
Yusshy Mendoza, son los acusados de la muerte del sacerdote Ignacio Ellacuría,
quien era el rector de la Universidad Centroamericana, así como de la de sus
compañeros Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón
Moreno, Joaquín López y López.
El
día que ellos fueron acribillados también murió Elba Julia Ramos, quien estaba
a cargo de las labores domésticas de la residencia cural. Otra víctima fue su
hija, que tenía 15 años, Celina. Los chacales centroamericanos son hoy reos de
la justicia española por las muertes de los pastores, para Elba y Celina no hay
siquiera un gesto hipócrita. Son tiempos
bipolares, tal vez, y si me apuran, creo que hasta pentapolares. Las caras son
tantas como intereses se van estableciendo y la gente de a pie, la que es como
usted y como yo, no tenemos más importancia que ser convertidos en escudos
humanos para que un grupete de vagos resentidos, o ambiciosos, o enfermos, o
tal vez todo eso y más, prosigan haciéndonos la vida un laberinto de
iniquidades. El tiempo de los razonamientos y argumentos pasó hace un largo
rato, es el de acciones iracundas y patíbulos arbitrarios. No hay brújula que
valga en estos días de escasa justicia.
© Alfredo Cedeño
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