miércoles, noviembre 25, 2020

BANDERILLEROS Y CAMARILLEROS


               Debía yo tener alrededor de 8 años, tal vez 7, cuando vi la película Bello recuerdo, que protagonizaban la incombustible Libertad Lamarque y el niño prolongado Joselito.  La historia iba más o menos así: Una profesora de música, Libertad Lamarque por supuesto, en un colegio quien tiene como alumno a un chaval, ¿quién más que Joselito?, el cual canta como los ángeles. Al volver a las clases tras las vacaciones de verano, se entera de que su pupilo no volverá porque su padre murió. Ella, muy afectada por la noticia, decide ir a darle las condolencias y se encuentra con una situación terrible en la que el niño vivía solo y en la ruina. Todos los ingredientes para llevar a la pantalla una de aquellas historias lacrimosas, en las cuales la diva, paisana de Fito Páez por más señas, fue ama y señora por décadas.

                Hubo tres escenas que todavía recuerdo con nitidez. En una aparece él junto a, porque también fue conocida con ese mote, La novia de América a bordo de un bote en medio de una laguna; ella de traje azul, peinado impecable, como debía ser, y él en mangas de camisa con el nudo de la corbata suelta y remando como un galeote, mientras entonan a dúo Quiéreme mucho. En la segunda está con otra grande de aquellos años, la mexicana Sara García, quien envuelta en un chal creo que violeta, le abre la puerta de su apartamento y entra el aparente niño –y escribo esto porque ya el “chamaquito” tenía 18 años pero continuaba teniendo 1,43  de estatura– cantando, para luego sentarse en sus piernas a hacerse arrumacos.

                Evoco al diminuto hijo de Jaén al leer las informaciones destapadas en la península ibérica respecto a ciertas maromas de una empresa, ya secular, dedicada a producir jamones y que, casualmente, lleva su mismo nombre.  Las aparentes trapisondas de la más afamada  productora de derivados de cerdo en España, fueron develadas por el periodista Manuel Cerdán. Este investigador dio a conocer que cierto señor, de origen monaguense por más señas, y al que no se puede mencionar porque suele arremeter con una tropa de sicarios judiciales, para dizque callar lo que es noticia del mundo entero sabida, aparece cual Creso tropical en una jugada hasta ahora poco clara, y la que permitió inyectar dinero a esa empresa. Por cierto, la criadora y procesadora de puercos tenía ciertos problemas de caja que, ¡oh sorpresa!, súbitamente han sido resueltos. Esperemos que la cuota gubernamental del partido de impresentables como Iglesias, Monedero y Echenique no llegue al punto que se pueda sabotear ese trabajo informativo.

                Imposible no preguntarse ¿cómo hizo un ex oficial de escaso rango para manejar las cifras que inicialmente han sido ventiladas, se habla de miles de millones de dólares, en un supuesto manejo poco transparente? Por lo visto ya ni las apariencias se guardan, la mujer del César, el propio César y toda su parentela poco se cuidan de que se vea que honestos precisamente no son. Ni siquiera se molestan en tratar de parecerlo. Por lo pronto, pareciera que una de las camarillas de este gobierno que padece nuestro país, pareciera haber clavado sus banderillas de alforjas buchonas en Joselito.

Y uno se sigue preguntando: ¿Cómo una empresa cuya producción entera  se vende en el sistema por cupo y en premier, o sea que primero se pagan y se reciben años después, cayó en semejantes trapisondas? ¿Serán tan buenos para el canto sus dueños como su tocayo andaluz?  ¿Será que este Joselito, el de las dehesas y mataderos, dejará saber cómo se llegó a lo que Cerdán ha destapado? ¿O será que sus amos son más bien como el final de la película que mencioné al comienzo, y esta es la tercera escena que recuerdo, donde los protagonistas cierran entonando: “Era su copla promesa / y un jilguero se cruzó / daba sus trinos al viento / y en el viento se perdió”?

 © Alfredo Cedeño  



miércoles, noviembre 18, 2020

EN CLAVE REFRANERA

Los refranes encierran mundos de sabiduría que los comunes y corrientes han ido destilando por siglos. Ahora, los cultos, que nunca dejan de buscarle cinco patas al gato, les llaman paremia; pero aunque los vistan de seda siguen siendo refranes y no dejan de entregar sin mucho perifollo lo que la práctica les ha transmitido.  Es cierto que muchas veces hay algunos, y algunas –antes de que surjan quienes gustan detectar flagrante discriminación–, que abusan de su uso.  Uno de los más representativos de tales casos fue Sancho Panza, a quien su amo y señor, solía recriminar por la usanza desmedida que de ellos hacía.

Tal vez el episodio que mejor representa las amonestaciones del jinete de Rocinante es cuando, en medio de una serie de recomendaciones que le hacía a su escudero, luego de ser nombrado gobernador de la Ínsula Barataria, este le reconoce tener más de ellos que un libro, lo cual despierta la cólera del ilustre caballero, quien furioso le increpa: 

— ¡Oh, maldito seas de Dios, Sancho! —dijo a esta sazón don Quijote—. ¡Sesenta mil satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una hora ha que los estás ensartando y dándome con cada uno tragos de tormento. Yo te aseguro que estos refranes te han de llevar un día a la horca; por ellos te han de quitar el gobierno tus vasallos, o ha de haber entre ellos comunidades. Dime, ¿dónde los hallas, ignorante, o cómo los aplicas, mentecato, que para decir yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como si cavase?

                Nuestro país ha conocido y padecido a unos cuantos usuarios de tales recursos del lenguaje. Tal vez el más pintoresco fue el robusto hijo de Acarigua Luis Herrera Campins. Debo acotar que el comandante eterno era también asiduo usuario de tales piruetas verbales, las cuales solía ejecutar con amarga gracia; es necesario acotar que su heredero ha tratado de transitar dicha senda con poca fortuna. Una de las tantas veces que la ha “embarrado”, como dicen los campesinos de la vecina Colombia, y supuestamente su lar nativo, fue cuando habló de la multiplicación de los penes. Episodio que hubiera sido embarazoso para Mateo de narrar en su evangelio, porque ¿cómo hubiera redactado entonces aquellos versículos que rezan: “Y comieron todos, y se saciaron; y recogieron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas. Y los que comieron fueron como cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.”?

                Hago toda esta relación luego de pensar en el llamado que, los más egregios “líderes” opositores junto a lo más granado de la dirigencia roja rojita, han hecho a participar en las “elecciones” para renovar la Asamblea Nacional el próximo 6 de diciembre. Es una cerca deforme con la cual pretenden estabularnos aún más.  Una de las frases que se me hace recurrente es aquella que reza: Dos que duermen en el mismo colchón, se vuelven de la misma condición. Aunque, como bien oí decir a un paisano en los páramos andinos, aquel que nace lechón seguro que muere puerco.

 © Alfredo Cedeño  

miércoles, noviembre 11, 2020

PRENDAN LAS LUCES


                Aprendí a amar la historia desde muy temprano. Mi padre solía decir: El que no sabe de dónde viene está más perdido que el hijo de Lindbergh, puedes terminar en cualquier sitio menos donde te corresponde, por eso es que la historia es una necesidad.  Más adelante, al comenzar los estudios de secundaria me tropecé con tres profesores que me hicieron ver esa disciplina con fascinación. En segundo año, la primera vez que lo cursé, me tropecé con el profesor Camargo, del cual lamento no recordar su nombre de pila, quien entraba a clases en el caluroso liceo José María España, en Macuto, estado Vargas, vestido de traje gris, camisa almidonada y corbata negra. Él entraba con una linterna en la mano, y aquella panda de muchachos sudorosos, escandalosos y con absoluta necesidad de ser desasnados, solíamos aumentar nuestro alboroto. Camargo, impenitentemente, nos decía: “La historia es como esta linterna, es la luz que necesitamos para alumbrar el camino”. He de confesar que ninguno entendíamos sus palabras. Todos estábamos convencidos de su locura incipiente. Sin embargo, aprendí a ver su materia como un ente divertido.

                Al año siguiente, cuando debí repetir el año, tropecé en las aulas de Jesús Obrero, en la Calle Real de Los Flores de Catia, de mi Caracas natal, con Jesús María Azkargorta, y al año siguiente con Leonardo Carvajal, quien por aquellos días recién había dejado las filas de la Compañía de Jesús. Ambos me transmitieron su pasión por sus materias. Varios años más tarde la vida me puso en el camino, de la mano de su inseparable Raquel Cohén, a Daniel de Barandiarán. Si con los primeramente citados había aprendido a respetar y hacer mía la disciplina, con él supe adentrarme en la pasión y fascinación por el pasado, y su impacto en hoy y mañana.

                Llevo largo tiempo reflexionando sobre la escasa gracia con la que ella es vista por la mayoría de la gente, y debo decir que ese desplante se ha extendido de manera aparentemente inmarcesible Urbi et orbi. Al punto que he escuchado a algunos de sus propios estudiosos expresarse de manera despectiva respecto a ella. Punto aparte merecen las apropiaciones, y consiguiente manipulación, que de sus relaciones se han hecho a lo largo del tiempo. Todo aquel que logra ganar un espacio, trapisondas mediante, en los ámbitos de poder se dedica a establecer su propia épica. Es decir establecen falacias argumentales que pretenden convertir en historia. En Venezuela es una práctica de vieja data, pero tal vez la que más nos ha afectado, en cuanto a su impacto en nuestro devenir es la llamada estirpe de los tres Guzmán. Este linaje que fue creación del segundo de ellos, Antonio Leocadio, es un ejemplo de manual.  Él era hijo de Antonio de Mata Guzmán y Palacio, un andaluz llegado a Caracas en abril de 1799, y Agueda Josefa García Mujica, quien vendía golosinas a los soldados del ejército español, quienes le habían apodado “la tiñosa”, por sus abundantes pecas.  Antes de que algún doliente en retroactivo aparezca, aclaro que no estoy más que asentando hechos de los que ya otros, con más enjundia que yo, los han documentado.

                Este primer Antonio participó en algunos episodios de los orígenes de nuestra república, estuvo en relación con Francisco de Miranda y Simón Bolívar, lo cual fue aprovechado por su vástago mayor para enaltecer sus orígenes. Digo que, no teniendo él blasones de los cuales presumir, ante una Venezuela que pese a la independencia del reino español, mantenía incólume una estructura de poder en la que los blancos, criollos pero blancos a fin de cuentas, eran los que determinaban cómo se batía el chocolate, y quién era el que lo podía beber, se dedicó a crear su propia gesta. Él no tenía un lugar en aquella aldea con pretensiones de ciudad que era, y de algún modo sigue siendo, Caracas. Es natural que él escarbara en su ayer para reacomodar los hechos para conseguir un escaño que de algún modo lo equiparara con sus vecinos.  No es difícil imaginar lo duro que le debe haber resultado la vida en aquella comarca de status patológico, donde deben haber sido frecuentes los recordatorios de que era hijo de un oficial español y una vendedora de dulces, tiempo en que los muy insoportables caraqueños le debían recordar a menudo su estirpe no-mantuana. 

                Él, que había sido formado en España, llega a su aldea natal y se involucra en las labores de la naciente Nueva Granada, trabaja al lado del propio Bolívar, quien le encarga varias misiones, y pronto se dedica a ir labrando la que será su propia huella: la creación de distintos pasquines, publicaciones con pretensiones de periódicos, con las que va articulando una estructura política propia. Es necesario decir que Antonio Leocadio Guzmán se adelantó en más de medio siglo a Lenin, quien conformó el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia a través del periódico Iskra; nuestro bolchevique tropical creó El Venezolano, y por medio de las corresponsalías de aquellos tiempos estructuró el partido Liberal. 

                Sería un despropósito no recordar que previo a ese medio, él creó toda una serie de publicaciones que fueron las que le dieron su propio espacio en aquellos escenarios de revueltas, ajustes y reacomodos. Antonio Leocadio Guzmán, al fundar en 1825 su periódico El Argos, inoculó al venezolano el populismo. Sus diatribas contra todo el orden secular que, pese a la guerra civil de independencia, se mantenía vigoroso nos marcaron, yo diría que tanto para mal como para bien, y modificaron las relaciones de poder que pautaban nuestras estructuras sociales. Años más tarde su hijo, al que muchos han tratado de barnizar como un “autócrata Ilustrado”, utilizó la figura de su padre y sus vínculos con el nacimiento republicano para reescribir, término que tanto le gusta a los progresistas, nuestros orígenes, al punto que, el 1º de mayo de 1873, decreto mediante: “Declara al ciudadano Antonio Leocadio Guzmán Ilustre Prócer de la Independencia Suramericana.”

Hay numerosos textos que abordan en profundidad los aportes y los costes de los Guzmán, doy estas breves pinceladas, porque no deja de sorprenderme cómo han prevalecido sus esquemas hasta nuestros días. ¿Qué diferencia hay entre esos manejos y los iniciados por el comandante eterno cuando se empeñó en reescribir nuestra historia? ¿Acaso no les dice nada la exaltación de su descendencia de Maisanta? ¿No estamos ante una manifestación, ya de siglos, de una hambrienta necesidad de prestigio, solera y tronío al costo que sea?  Necesitamos mantener encendidas las linternas que el profesor Camargo usaba cuando entraba al aula. Es necesario hacer que Venezuela nos duela y amemos con la misma pasión que lo supo hacer Daniel de Barandiarán. Hoy, como nunca, es necesaria la enseñanza de nuestra historia, no de reescribirla, no de buscar borrar lo que no se puede, su condición indeleble no permite esos garabatos altisonantes con que tratan de marear nuestra atención. A fin de cuentas, la perspicaz sabiduría popular bien lo expresa con aquello de: Deseos no empreñan.

 © Alfredo Cedeño 

miércoles, noviembre 04, 2020

ROJA BESTIALIDAD



          Pocas palabras tienen más popularidad entre los “progresistas” que genocidio, y sus variables. Es común oírles predicar contra gobiernos genocidas, presidentes genocidas, imperios genocidas, y por ahí súmele cuantos otros sustantivos se le ocurra.

Que recuerde, uno de los primeros genocidios que se pueden llamar tal fue el de la Guerra de las Galias, donde Julio César conquistó 800 ciudades, dominó casi 300 tribus celtas y germanas, vendió como esclavos a un millón de personas y se raspó a tres millones entre campos de batalla e incursiones. Más arrecho, y perdón por el latín, fue en China. Allá un tal An-Lushan, durante la dinastía Tang, azuzó una rebelión contra el poder imperial. ¿Qué pasó? Que mataron a treintaicinco millones de amarillos.  Después cuando las benditas Cruzadas fueron cinco millones de muertos en tres siglos y medio que duró tal arrebato místico.  ¡Ah! Y en la amada Rusia del adorado Putin, el angelito Stalin no sólo hizo una sino que recuerde fueron TRES. Primero se echó al coleto a casi cuarenta millones a cuenta de limpiezas étnicas, donde cayeron  tártaros de Crimea, balkarios, chechenos, calmucos, ucranianos, además de las purgas y sus famosas “colectivizaciones forzosas”. Después, entre 1932 y 1933, mató de hambre a siete millones de personas en Georgia cuando les cortó todos los suministros a esa región que se negaba a perder su independencia. Y completó su gesta echándose al pico a otros cuatro millones cuando se empeñó que él era el gran estratega rojo y condujo las operaciones en los primeros meses de la invasión nazi. 

Y en cuanto a nuestros indios, perdón a los que se ofenden, iba a escribir indígenas, pero hoy no estoy en ánimos de borrar, que a mí también me duelen,  tengo que decir que eso no fue genocidio, porque la gran mayoría de esos muertos aseguro que no se sabe cómo ni por qué fue que los hubo.  El argumento favorito de los “indiólogos” es que les impusieron a sangre y fuego una fe que no era la de ellos.  En realidad el gran asesino de la Conquista fueron las enfermedades. Los habitantes originales de estos territorios no habían desarrollado los anticuerpos que ya los europeos tenían y una simple gripe podía provocar una mortandad que ni una bomba de racimo. Y no había quienes lo lamentaran más que los mismos españoles porque si se morían no tenían quien les trabajara, y por eso fue que los negros –y que me perdonen los “afrodescendientelogos”–, llegaron aquí, porque si no se hubieran muerto los indios no hubieran traído los esclavos.  Es verdad, no lo voy a negar, que hubo más de una matazón, pero nunca a esos niveles que ahora quieren hacer ver que las hubo. Como si no hubieran hecho otra cosa más que bajarse de las carabelas a tumbar cabezas.

Genocidio fue el ocurrido en Camboya en la época del Partido Comunista de Kampuchea, durante cuatro años que duró dicho régimen, desde abril de 1975 a enero de 1979. En ese lapso los muy celebrados Jemeres Rojos, a quienes los cultos revolucionarios llamaban en impecable francés el Khmers Rouges, se echaron al coleto entre millón y medio y tres millones de camboyanos. La matachina fue de tal calibre que se han descubierto más de 20.000 (veinte mil) fosas comunes, que fueron llamadas Campos de la Muerte. Los desmanes de semejantes criminales fueron aterradores, sin embargo los intentos por juzgarlos fueron en vano. Apenas el 16 de noviembre de 2018 el Tribunal de Camboya condenó a cadena perpetua por delito de genocidio a los dos últimos líderes vivos de tales hijos de su madre: el “número dos” e ideólogo de los mentados Jemeres, Nuon Chea, de 92 años, y el antiguo jefe de Estado de ese régimen, Khieu Samphan, de 87.

De tales niveles de vileza “progresista” poco se dice. Con tales hechos pasa lo mismo que ocurría, al menos en Venezuela, hasta mediados del siglo pasado, con los enfermos mentales: todo el mundo lo sabía, pero de eso no se hablaba. Eran famosas las matas de guanábana en las casas de los pudientes, a cuya sombra amarraban, cual fieras rabiosas, a los “locos de la casa”, porque eso los aplacaba. Tal parece que en estos tiempos metieron a la llamada “dirigencia” opositora bajo un frondoso árbol de la citada fruta.

Lo he dicho en muchas otras ocasiones, los sátrapas saben que no va a pasar nada, que no habrá diálogo o justicia que les haga siquiera mella, están plenamente conscientes de la benevolencia con la que el mundo los tratará. La impunidad tiene nombre de vanguardia, su apellido de alcahuete. Todo esto que les escribo hoy, es algo de lo que la dictadura de Maduro tiene clara consciencia.  El bigote bailarín, y su combo, encabezado por los hermanitos Rodríguez, se reúne con Facundo, Segismundo y Raimundo para estirar la cuerda con elástica impunidad.   Saben que así lleguen al siglo de vida, nadie les hará rendir cuentas y, mucho menos, pagar la interminable lista de delitos con los que han asolado a nuestro país.

 

© Alfredo Cedeño 


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