Hubo un tiempo no muy lejano, al menos para mí, cuando izquierda era todo aquello que se asociaba a lo justo, lo equitativo, lo sensible. Eran días de indudable barniz romántico, de lecturas variopintas donde El Principito estaba al lado del Qué Hacer de Lenin, las Cinco Tesis Filosóficas de Mao, La Náusea, El Segundo Sexo, Yo estoy bien tú estás bien, La plusvalía ideológica, País Portátil, La Ciudad y los perros, El Coronel no tiene quien le escriba, Rayuela, El Túnel, Papillon, La Naranja Mecánica, La Aldea Global, Cómo leer al Pato Donald… y por ahí seguía el batiburrillo, poco ortodoxo por demás, de lecturas en las que nos sumergíamos todos aquellos que aspirábamos a ser unos insurrectos.
El Ché era un Cristo al que no pocos le encendían cirios, yo he de decir en mi descargo que nunca caí en semejante desvarío, pero si tuve mi afiche y franela con su estampa. Trotski era un anatema al que se nombraba con cierta sorna. La peor cosa que podía ocurrir en ese ambiente, que se tornó en Sanedrín cultural, es que fueras señalado de “revisionista”. La militancia incluía una romería por todos los eventos de solidaridad con los presos políticos a la que no podías dejar de acudir, so pena de ser señalado de “agente del imperialismo”. Era obligatorio recorrer las inauguraciones del circuito de museos, salas y galerías, allí te encontrabas las mismas caras con la misma ropa arrugada y desteñida, ellas de pelos lacios y ellos de greñas revueltas, todos con sandalias cuando no con suecos de Dr. Scholl. Entre ellos había unos pocos que vestían, y hay que decirlo, con gusto exquisito, eran auténticos dandis. En medio de esta marabunta dicharachera, malhablada y altisonante, abundaban muchas “niñas bien”, muchachas de la “pequeña burguesía”, como soltaban con sorna y –obvia– envidia, las ninfas progresistas. A ese grupo que cada vez crecía más, los faunos asediaban con manifiesto interés; a más de uno con presunciones poéticas les escuché decir: “De la burguesía, sus vinos y sus mujeres”.
También era común en aquellos saraos escuchar frases en francés, italiano, alemán e inglés, pero del británico, ojo. Unos presumían de su postgrado en París y sus clases con el mismísimo Sartre o Althusser, y hasta con Roland Barthes. Aquellos presumían de poder citar a Marx en su lengua natal ya que estaban de vuelta de un Ph.D en el Max Planck. La lengua de Verdi, ¡perdón!, de Gramsci (y pronuncie: Grannchi), también se oía y se hablaba de las delicias del Vino de la Toscana o las pizzas de Trastevere. En cuanto al idioma imperial el acento era Oxford puro, y no faltaban los gritos de ¡Noooo!, cuando alguno contaba de su visita a la tumba del mero-mero, entiéndase Marx, en el cementerio de Highgate.
Evoco todo esto ahora al ver eso que se autodenomina “izquierda”, ese grupete devaluado en que ha degenerado aquel candor, el extravío de aquella inocencia, hasta convertirse en un remedo que vive de glorias pasadas. Son una vanguardia anodina y llena de poses, así como de militantes lastimosos que de vaina atinan a repetir, como viejas cacatúas desmelenadas, las consignas políticamente correctas, las que les dicta el humor de la opinión de moda. Son patéticos. Ya no son heroicos. Muy lejos de lo que todos queríamos ser cuando jóvenes, y no tanto también.
© Alfredo Cedeño
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