Los nuevayorkinos, newyorkinos, niuyorquinos, o como a bien tenga cualquiera decirles, son ellos y nadie más. Altaneros, engreídos, díscolos, adorables, soñadores, irreverentes, capaces de arrastrar sus miserias en un desvencijado carro de compras por Broadway, apiñarse a las puertas de una realización o pasar de largo sin caer en las provocaciones del crédito.
Es una babel donde los golpes son un espectáculo que se mira al caer la tarde en el corazón de Manhattan, o una moto que se exhibe en gesto narciso y quien sabe si ambidiestro, una dama presurosa que encierra en el bolsillo de su abrigo las ilusiones de las ganancias súbitas, los gestos cadenciosos de quien dirige el tráfico... A la postre, todos terminan siendo un chiquillo que juega al malencarado pero que se empeña en desgarrar pompas de jabón al amparo de una calabaza que se rie compasiva.
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