Recuerdo claramente la voz de mi abuela recitando los versos de Andrés Eloy Blanco. Su memoria se hacía retahíla cada vez que llegaba Semana Santa. En esos días “El Limonero del Señor” era un ritornelo inagotable que cinceló en mis recuerdos los versos:
Quizá en su tumba un limonero
floreció un día de Pasión
y una nueva nevada de azahares
sobre la cruz desmigajó
A esto debo agregar que en su casa la abuela Elvira tenía un árbol al que nunca le faltaban capullos, flores y limones –¡topochos no iban a ser!-; y al cual me enviaba a diario a buscar alguno para cualquier infusión o comida que estuviera preparando.
Citrus aurantifolia es el nombre de la madre de la acidez, cuya cuna aseguran fue en el sur de Asia, y que luego los moros, durante su descabechina por el norte de África y su asentamiento en la península ibérica, llevaron consigo. Una vez que los ancestros de Kadafy, Mubarak, y cuanto sátrapa podamos imaginar, fueron expulsados; los súbditos de la Corona Española se dedicaron a replicar en estas tierras de aquende la mar Océana , lo que por siete siglos padecieron en sus reinos, …
Pero, es justicia decir que, amén de follarse a las indias y uno que otro mancebo, pues hubo de todo en aquellos días –así como en los actuales-, trajeron curas y maestros y médicos y artesanos y trigo y semillas de limones.
Esta Tierra de Gracia es terreno ideal para su cultivo. Sus hojas alimentan a nuestros voraces bachacos (Atta laevigata), sus flores plantaron el perfume del azahar en los senos de la mujer venezolana, la lluvia baña las piedras y refresca los desamparos que a veces nos saturan y uno se abanica evocando a Federico García Lorca:
A la mitad del camino
cortó limones redondos,
y los fue tirando al agua
hasta que la puso de oro.
© Alfredo Cedeño
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