Empezaba el siglo
XIV cuando el llamado mundo cristiano se vio sacudido por el choque frontal
entre el papa Bonifacio VIII y el rey Felipe IV de Francia. Al Pontífice muchos
lo tildaban de brusco y arrogante, él era un feroz defensor de la soberanía
universal del papado sobre toda la Cristiandad, tal como había establecido el Dictatus Papae, documento supuestamente
escrito por Gregorio VII en el siglo XI.
Boni y el
Felipillo, también conocido en ámbitos históricos como Felipe El Hermoso,
habían empezado a halarse las mechas por el cuestionamiento papal a la potestad
de los señores seculares para establecer impuestos al clero. En 1296 fue
emitida la bula Clericis laicos, en
la que se prohibía cualquier imposición sobre las propiedades de la Iglesia
excepto por parte del papado, o el pago de tales impuestos. Al poco tiempo le
concedió al monarca francés el derecho a recaudar impuestos entre el clero en
casos de emergencia. Los tira y encoge entre los dos mandatarios se
mantuvieron hasta que en 1301 el Obispo de Roma emitió, con pocas semanas de
diferencia, las bulas Salvator Mundi
y Ausculta fili.
En el último
documento pontifical se hacían cargos contra el rey, y se le ordenaba que
compareciera en Roma para su debido enjuiciamiento. El heredero de San Pedro
proclamaba: "Dios nos ha situado sobre los reyes y los reinos." El
monarca francés, y señor de Navarra, respondió al prelado: "Su venerable
estupidez puede que no sepa que no somos el vasallo de nadie en cuestiones
temporales". Por supuesto que la sangre llegó al río en más de una
oportunidad. Fue así como Felipe convocó a comienzos de 1303 una asamblea en el
Louvre, París, donde Bonifacio VIII fue acusado de herejía, simonía, blasfemia,
hechicería y culpable de la muerte de Celestino V. Fue así como se acordó
convocar un Concilio ecuménico para su procesamiento y deposición, quedando
encargado Guillermo de Nogaret de su captura y traslado a la capital francesa.
Bonifacio, que no
era mocho, al enterarse de tales acciones decidió elaborar una bula de
excomunión, Supra Petri solio,
mediante la cual el Felipillo sería excomulgado el 8 de septiembre de 1303, día
de la Natividad de María. Pero… un día
antes, el 7 de septiembre, llegaron al Papa un grupo de mercenarios franceses y
cientos de milicianos locales. Por supuesto que lo hicieron prisionero. Se habla de humillaciones al eclesiástico,
bofetones incluidos, durante tres días, al cabo de los cuales el levantamiento
civil obligó a los captores a liberarlo. El Sumo Pontífice fue llevado a Roma
en malas condiciones y al cabo de un mes, el 11 de octubre, como decía mi
padre: pasó el páramo en escarpines.
Como bien era de
esperar ni uno ni otro dio su brazo a torcer y la rivalidad entre una facción
cardenalicia romana y otra francesa se agudizó y se llegó al llamado Cisma de
Occidente, también conocido Cisma de Aviñón, que fue desde 1378 a 1417. El 7 de
abril del primer año se reunieron en Roma 16 cardenales, y de ellos 10 eran
franceses. Para abreviarles el cuento, las discusiones del ágape cardenalicio
terminó con dos Papa: Clemente VII y Urbano VI.
Los dimes y diretes se estiraron hasta llegar al siglo XV, y fue así que
en 1409 se realizó el Concilio de Pisa, para tratar la reunificación de la
Iglesia, ya que hasta ese momento seguía teniendo una doble jefatura. El
remedio fue peor que la enfermedad ya que si bien el concilio depone a Gregorio
XII de Roma y Benedicto XIII de Aviñón, eligen a Alejandro V. Ello dio paso a
lo que llamaron la era del maldito trinomio. El desbarajuste provocado a raíz
de este concilio fue de tal magnitud que hoy en día no es reconocido por la
Iglesia católica en la lista de concilios ecuménicos.
Este galimatías
hierático se me reaviva en estos días
que veo los anuncios, edictos y
disposiciones que reparten a cintarazos Maduro El Conductor y Guaidó El
Encargado. Uno y otro reparten preceptos como si de confeti en el viejo
carnaval de Los Próceres se tratara. Aquel dispone y éste retruca, Nicolás
agita y Juancito proclama, y así se nos va la vida sin que el pueblo llano, ese
que no tiene Casa Militar ni guardaespaldas criollos o cubanos que les cuiden
las asentaderas, reciba otra cosa que promesas de galanes de medio pelo que
quieren llevar a su cama a la doncella de turno. Cada vez la situación material
y moral se deteriora más y más. Éramos pocos y parió la abuela, reza un viejo
refrán y es lo que parece estar pasando con el mal uso de la ayuda
internacional recibida para los más necesitados.
He repetido hasta
el cansancio que es el momento de limpiar la casa, y seguiré insistiendo en
ello, y que se alboroten los alcahuetas de ambos bandos, sobre todo los de mi
misma acera, pero no es posible callar la indignación ante lo que está ocurriendo.
Los sayones y las plañideras no cesan de exigir una unidad que por lo visto
está más allá del horizonte. A nadie, por lo visto, le interesa el sin vivir en
que vivimos los venezolanos de a pie, esos que no tenemos conchupancia que
cuidar, ni intereses por los que velar. Nuestra casta política sigue
demostrando por qué son nulos de toda nulidad. Lo más triste es que sus
acólitos son incapaces de hacer introspección y nos achacan a la ciudadanía
desvalida la responsabilidad de sus desmanes, mientras exigen una obediencia
bovina a los rezagos de quienes alguna vez fueron investidos con la autoridad
popular.
© Alfredo Cedeño
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