Nuestro país
todavía necesita ser pensado por sí mismo. Ha habido una nube de pensadores
criollos que se han dedicado a pensarlo a la luz, cuando no la sombra, de
modelos extraños a lo que somos. Hemos tenido destellos de quienes han tratado
de hacerlo, meros parpadeos abochornados por la "sapiencia" de
quienes optaron por importar hasta el pensamiento. Rómulo Gallegos, Andrés Eloy
Blanco, José Rafael Pocaterra, Antonio Arráiz y Aquiles Nazoa dejaron páginas
memorables de lo que somos. Miguel Otero Silva realizó un verdadero mural
nacional con sus cinco novelas iniciales. José Ignacio Cabrujas pensó y
escribió sobre un país que bien definió como un campamento de paso; la
ciudadanía bien ha remachado sus reflexiones.
También lo hizo en su momento ese grupo deslumbrante de creadores que,
bajo la batuta de Pedro León Zapata, se agrupó en torno a El Sádico Ilustrado,
luego devenido en La Cátedra del Humor.
Se escribe y lee
rapidísimo, pero nuestros creadores, sin escuelas de extraño coturno por medio,
siempre han sido espejo de lo que somos. Por eso, sin mucho ditirambo y poca
prosopopeya, nuestros artistas nos han mostrado. Rolando Peña ha hecho una
inmaculada representación de lo que hemos sido, de lo que hemos terminado
siendo: un barril dorado hueco, un relumbrón que encandila al transeúnte.
Pensar al país desde el frasco de alacranes que son
los autodesignados rescatistas de la democracia se ha convertido en un teatro
de sombras chinescas donde cada sombra golpea a la otra sin consecuencias para
ellos en cuanto actores, pero con trágicas secuelas para nosotros los
espectadores. ¿Acaso se ha pensado
alguna vez el país sin faramallas y sin bozales escolásticos? En innumerables
ocasiones hemos visto análisis aristotélicos, marxistas, positivistas, kantianos,
constructivistas, posmodernistas, y cuanto icos, istas o anos se pueda
cualquiera imaginar. La dominación externa a nuestros pensadores ha sido más
que evidente.
No se plantea uno
el regreso al guayuco, o la reconversión del rascacielo al shabono, no pretende
uno que Aristóteles sea repensado reflexionando a la sombra de un cotoperí, o
Kant meciéndose en un chinchorro entre las ramas de un jabillo. Lo que el país necesita, exige, en esta
malhadada hora es ser interpretado, y por ello pensado, de manera coherente,
sin correcciones políticas de por medio. La corrección solo nos ha servido para
actuar de comparsas de cuanto hijo de su bendita madre ha esquilmado nuestra
existencia entera. Nos han dejado sin nada, hasta el pensamiento han tratado de
apropiárselo y ahora tratan de mostrarse como versiones tropicales del Mesías.
Soy
contradictorio con el espíritu de estas líneas, pero cierro con lo escrito por
John Updike, a propósito de una visita que nos hiciera en 1981, y a raíz de la
cual escribió en The New Yorker su artículo Venezuela
para visitantes. En dos líneas de esa nota nos radiografió a cabalidad:
"La democracia constitucional de Venezuela, aunque el último dictador huyó
en 1958, no está tan garantizada como puede parecer. La turbulencia y la tiranía
son tradicionales." Turbulencia y tiranía que vivimos a cabalidad,
dirigencia opositora y Maduro con su combo ya se nos hacen una tradición, que
en realidad es una traición. De ahí la urgencia de pensarnos a cabalidad.
© Alfredo Cedeño
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