El
poder es engaño, es el uso desapasionado, frío, cruento la mayoría de las
veces, del prójimo en función del bien propio enmascarado con la manida frase
de la búsqueda del bienestar común. En su búsqueda, logro y ejercicio confluyen
las peores condiciones humanas. Y se patenta en cualquiera sea su nivel. Se
llega a una oficina, sea cual sea su función, y desde el portero, pasando por
esa representación por excelencia de la descortesía a la que han dado en llamar
“seguridad”, hasta la secretaria de la cabeza de dicha dependencia, nos exigen
ir dispuesto a sumergirnos en un ejercicio abyecto de sumisión, no basta con la
genuflexión, necesitará humillarse. Basta que al portero se le antoje que no
puedes pasar para que todos los trámites a realizar se vengan abajo. Ni hablar
de la cabeza del organismo, si usted no le cae en gracia, puede estarle
presentando el adelanto molecular más avanzando de la galaxia, si a él –o ella,
que también entre las faldas abundan–, no le dan sus santas ganas olvídese de
alquilar el traje, a ese baile no va.
He
visto brillantes y solidarios intelectuales, de esos que enuncian sólidos
argumentos a favor del proletariado, saltar raudos a sacar de una botella de
refresco el pitillo recién colocado por un humilde trabajador y batirlo contra
el suelo, mientras mascullaba: ¿Es que no le viste las manos? A más de un
sensible vate, devenido en profesor, lo vi humillar a algún discípulo por no
darle la respuesta que él esperaba: ¿Bachiller, está seguro de que esto es lo
suyo? Fueron varios los defensores de los cacareados derechos humanos a quienes
vi limpiarse, y desechar sus costosos pañuelos de lino, luego de estrechar las
manos de humildes mujeres que clamaban por justicia. José Vicente Rangel fue
uno de ellos en su “gloriosa” época de diputado.
Ha habido un largo trecho desde los
primigenios guerreros, que se imponían a mandobles y coscorrones sobre sus
vecinos, hasta hoy. En nuestros días la alevosía es la horma por la que se
rigen todos aquellos que pretenden liderar así sea la junta de las fiestas
patronales de Achaguas. Todo se ha
reducido a un torneo de ofrecimientos, aquel que más ofrece más cuotas alcanza.
El lema que rige es aquel de: Jurar, jurar y jurar hasta llegar a ganar; una
vez que has ganado olvidar lo jurado. La vocación de servicio que se supone hay
tras el ejercicio del liderazgo social se ha pervertido a niveles que ni el
propio Macchiavelli pudo suponer. Los famosos senadores romanos y sus
trapisondas han resultado niños de pecho
al lado de nuestra casta política contemporánea, tanto la criolla como la
exógena. Lo vemos a lo largo y ancho del mundo. Todo se ha reducido a los
números y beneficios que cada quien puede obtener. Te pongo estos aranceles si
no me dejas vender esto, te veto las operaciones en tal localidad si me niegas esto otro, te
apoyo en aquella alcaldía si me votas en esta diputación…
Y
así se nos va la vida en manos de una gavilla de descerebrados que juegan a ser
Nerón o Hitler, les importa muy poco nuestros destinos con tal de reafirmar su
primer puesto en la foto. Venezuela ha padecido un largo rosario de dicha
fauna, el saldo final es la destrucción de un país que pudo ser modelo de
logros. Chávez y su combo arrasaron con todo, lo peor es que en la riña de bar
arrabalero por nuestros pecios los llamados demócratas lucen aún peores. Solo
quieren poder; poco, muy poco, les importa la ciudadanía.
© Alfredo Cedeño
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