Pocas
cosas son más terribles para el ser humano que la exclusión, es la negación
magnificada de nuestro instinto gregario. Cuando te marginan te aíslan, te
arrinconan, te excomulgan, te convierten en un paria con el que nadie quiere
estar en contacto. Hasta el agua te niegan ante el brutal acto social que
significa volverte la espalda. Pocas cosas te hacen sentir tan insignificante,
ha sido un instrumento de dominación implementado a lo largo de los siglos por los
diferentes modelos societarios que la historia ha documentado. La Iglesia ha sido una verdadera cátedra
del uso de ello como gran agente de
control individual, y por ende social.
Los
herederos por excelencia de la manipulación del sentir a través de lo religioso
han sido los cacareados partidos políticos; y sus cabezas han copiado, a
conciencia y sin rubor, las habilidades depuradas por shamanes, rabinos,
clérigos, imanes, monjes y demás personajes de similares tablados. Si algo demostró lo metafísico es que no
había una herramienta más poderosa entre toda su panoplia retórica que la
culpa. Si te culpabilizo, de lo que sea que se me venga a mi arrebatada cabeza,
y no te sometes a mis caprichos te someto al escarnio colectivo. Así surgieron
vergüenzas humanas como el hérem, la inquisición, la excomunión, el takfirismo,
todas expresiones de un necio absolutismo incontrolado.
Fue
así como se ha terminado entonando un rosario de mentiras históricas repetidas
hasta el cansancio. Es una larga ristra de embustes que terminan por generar emociones
que, a la vez, se emplean para reforzar dichas mentiras. Es una retorcida serpiente que no cesa de
morderse su cola, es una perversa manifestación de retroalimentación. Por eso no es de extrañar ver a excelsos
dirigentes sociales que nos sermonean sobre los maleficios efluvios de la
riqueza y juegan a reforzar las bondades de la pobreza; también los vemos
predicar sobre los daños emocionales que producen los vicios de “la sociedad de
consumo”, pero no cesan de pavonear sus relojes, camisas y zapatos de los más
exquisitos diseñadores. La lista de ejemplos del uso del miedo como látigo
social puede ser infinita. A la larga son artífices de la culpa adosada a los
demás para que, ante el miedo a la segregación, sean dúctiles feligreses a mi
servicio.
Si
uno critica aquello que considera errado, o se hace vocero de aquellos que así
lo piensan, eres extrañado de manera fulminante. Si alguien osa hacer una propuesta distinta a
la que se considera debe ser el mantra del momento, es lanzado al circo más
feroz de las burlas y los escarnios. En caso tal de que a algún iluso se le
ocurra pedir claridad, se le impondrá el más abyecto de los vacíos. Manifestaciones de tal petulancia supina
superan a la verdolaga, nacen en cualquier rastrojo y se nos pretenden imponer
en medio de la mayor de las negruras. Se
empeñan en dirigirnos preñados de torpeza, no atinan a entender que así lo
único que pueden parir es a sus propios demonios.
© Alfredo Cedeño
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