Hay autores con
los que uno adquiere deudas vitales, nunca puedes saldarlas. Una frase puede
ser el gatillo para un pagaré que uno hace suyo sin vacilación, dos líneas y
algo más pueden ser suficientes para sentir que quien armó dichas palabras
tiene el don divino de decir todo con la sabiduría de la brevedad. Es mi caso
respecto a Alejo Carpentier.
El suizo más
cubano que ha existido, no se olvide que nació en Lausana, precursor de lo que
escritores y ensayistas dieron en llamar "realismo mágico", mientras
que a él pretendieron encasillarlo en el neobarroquismo, hizo de nuestro país
su gran cantera; Los Pasos Perdidos
es la mejor demostración de ello. No
puede dejar de mencionarse que en El
Nacional, su columna Letra y Solfa,
marcó una pauta para muchísimos periódicos iberoamericanos de lo que era una
inédita manera de realizar la crítica musical.
Aunque nací en
Caracas, mi infancia transcurrió en La Guaira, en sus calles coloniales aprendí
a caminar y en sus escarpados callejones supe imaginar que al cielo se podía
llegar pese al calor a veces agobiante. La primera vez que hice un viaje aéreo
fue a la isla de Margarita, y cuando regresamos al ver el puerto y el laberinto
de caminos guaireños en su totalidad, la palabra se me hizo un galimatías donde
no atiné a describir lo que contemplaba mudo de emoción.
Esa maraña me
duró hasta que leí El siglo de las luces de
Carpentier. Casi al final de ese libro encontré: "Doblóse un promontorio
que parecía tallado en un bloque de cuarzo, y apareció el puerto de La Guaira,
abierto sobre el océano como un anfiteatro colosal en cuyas gradas se
escalonaron los tejados". ¿Cómo describir mejor a la cuna de mis sueños?
En estos días que
tanto se habla de elecciones, y pululan como la verdolaga quienes las
enaltecen, me confieso desbordado por un escenario donde los que pretenden
encarnar héroes son una comparsa de payasos en desgracia. Y el mencionado autor me lanza un cable que
me permite entender a cabalidad el momento que vivimos, triste sainete con
pretensiones dramatúrgicas donde vemos lo inimaginable: gente talentosa y capaz
sirviendo de cortejo a un mequetrefe como Henri Falcón. En las páginas finales
de su novela Carpentier pone en boca de Víctor Hugues, en conversación postrera
con una desencantada Sofía, unas palabras con las que su pluma zahorí supo
retratar con meridiana franqueza lo que estos personajes y sus acólitos son:
"Lo siento. Pero yo soy un político. Y si restablecer la esclavitud es una
necesidad política, debo inclinarme ante esa necesidad."
© Alfredo
Cedeño
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