En el museo
Pío-Clementino, que forma parte de los museos del Vaticano, hay una pieza que
es sobrecogedora. La tensión que emana de sus casi dos metros y medio de altura
apabulla a cualquiera. La impotencia que desgarra el rostro de Laocoonte
apresado por las serpientes marinas intimida, ni hablar del rostro del mayor de
sus hijos que a su izquierda trata de zafarse del reptil que ya se enrosca a
uno de sus brazos y una de sus piernas.
A la derecha, el menor de sus vástagos
se retuerce indefenso.
Esa pieza fue
esculpida en un solo bloque de mármol por los artistas Agesandro, Polidoro y
Atenodoro de Rodas, se supone que a principios de la era cristiana. Su origen
está en la Eneida, donde Virgilio describe la muerte del sacerdote troyano que
trató inútilmente de impedir el ingreso del mentadísimo caballo de Troya, del
cual se valen los aqueos para tomar la ciudad. De esta obra Plinio el Viejo, en
su Naturalis Historia, había escrito
frases muy encomiadoras luego de verla en el palacio del emperador Tito hacia
el año 70 de nuestra era.
Sobre esta
escultura se llegó a decir que habían sido alucinaciones de don Plinio, hasta
que el 14 de enero de 1506 en una viña cercana a Santa María la Mayor, en
terrenos de Felice de Fredis se encontraron sus restos. El papa de aquellos
tiempos, Julio II, envió a Giuliano de Sangallo, quien junto a Miguel Ángel,
identificó la escultura como la descrita por el citado autor romano. Por
supuesto que el pontífice ordeno su adquisición y traslado a sus dominios.
Esta pieza y su
historia me vienen a la memoria en medio de la conmoción que me ocasiona la
noticia del asesinato de Evio di Marzo en los alrededores del Teresa Carreño.
De él me separó en tiempos recientes su chavismo furibundo e irreflexivo. A él
me unirá siempre su impetuosa irreverencia, la que hace 31 años me llevó a
dedicarle una exposición fotográfica en la galería del Colegio Nacional de
Periodistas de Caracas. Fue un año delirante al lado de él y su banda
Adrenalina Caribe, fotografiando decenas de ensayos y numerosos conciertos. Lo
vi enloquecer la sala de Mata de Coco al salir a escena dentro de una urna para
de allí saltar a cantar y danzar con un desparpajo que solo él podía lucir.
Lo pienso y evoco
a Laocoonte porque esta pesadilla roja que por tanto tiempo hemos padecido, y
por la cual el queridísimo Evio dijo más de una vez estar dispuesto a dar la
vida, ahora se enrosca en torno a él, su obra y todo el país con movimientos
paralizantes que cada vez asfixian más y más. Que en paz descanses muchacho…
© Alfredo
Cedeño
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