En cada
cumpleaños que celebro, y ya son 62, doy gracias infinitas a Dios por el padre
que tuve. Él fue una de las personas más joviales que recuerdo durante mi
niñez, de una agudeza extrema y no escasa sensibilidad. Ejercía su paternidad
con particular dedicación y amor, nunca tuve dudas de que él estaba ahí para mí
en el momento que fuera. También poseía unos altísimos niveles de exigencia, y
no había nada que lo molestara más que cualquier irregularidad que quebrantara
la confianza que había otorgado. Era inflexible en sus condiciones, los
acuerdos eran palabras sagradas; no había forma ni manera de que aceptara a
quienes habían malogrado algún tipo de convenio. De él me quedó grabado a fuego: "El que
no respeta su propia palabra, ¿cómo va a respetar la ajena?" No puedo
dejar de presumir del papá que tuve, nunca he dejado de lamentar que se fuera
cuando yo apenas había cumplido veinte años.
No ceso de
evocarlo en estos días cuando tanto se habla de unidad para salir de la peste
roja que por veinte inacabables años nos ha ahogado. Hay de todo en medio de
tales predicadores del necesario esfuerzo ecuménico que exige el momento. Por
supuesto que hay muchos bagres disfrazados de guabinas, pero también hay
muchos, muchísimos, que por lo visto serán enterrados en urna blanca, de ese
calibre es su inocencia…
No son pocos los
que me echan en cara mi dureza en el trato a los representantes de la
"dirigencia" democrática, que sin empacho ni rubor han capitulado sin
condición alguna y entregado fuerzas y
bagaje al enemigo, para luego exigir ser los conductores de las nada fáciles
peleas que son necesarias en el país.
No me cansaré de
repetir que no podemos callar cómplices ante los enemigos endógenos. ¿Hasta
cuándo la hipócrita alcahuetería de que solo del enemigo es que se señalan los
defectos? De no ser por lo grave del momento que vivimos serían risibles las
argumentaciones esgrimidas. Razones fatuas para justificar lo que no hay cómo
explicar. Razonamientos de sibilina factura son lanzados al ruedo con el
desparpajo de un alcahuete apadrinado. El juego de partición de los pecios de
lo que ha sobrevivido de Venezuela parece ser una escena de película marginal,
un grupo de bien vestidos tahúres se
reparten lo que aún queda.
De mi padre
aprendí que los valores, esa ahora anciana y descontinuada palabra, era parte
esencial de la vida. Él me enseñó que los compromisos se adquirían para
honrarlos y que en vez de andar mal acompañado no había nada mejor que estar
solo. ¿Unidad con una ristra de malandrines bien hablados y vestidos de seda?
Como malandros siguen actuando y como tales se quedan, serán paladines de la
unidad hasta tener en sus manos las ubres del Estado y habremos salido de la
sartén para caer en la candela. Ante eso no nos podemos callar y seguiremos
exigiendo decencia.
© Alfredo
Cedeño
1 comentario:
Desgraciadamente pocos venezolanos pueden hacer el elogio de su padre como lo haces tú. Por eso te felicito. Con un padre que merece tal elogio no se cae en la vagabundería de los torpes advenedizos y malandros que tenemos de gobernantes. Este artículo por eso debe servir de ejemplo. Un fuerte abrazo.
Alejandro Moreno
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