“Que amor no te quite conocimiento”,
fue una frase que le oí a mi padre en diversas ocasiones. El viejo Alfredo era
estricto y duro al juzgar, empezando por él mismo. Recuerdo una oportunidad en
que lo vi encarar a un vendedor de papas, en la parte superior del mercado de
Punta Mulatos, en La Guaira, en lo que queda del estado Vargas, que atendía a
una señora y le daba el cambio incompleto. La señora reclamó y el verdulero le
decía que ella le había dado un billete de diez, y ella insistía en que había
sido de veinte. Los gritos subían de tono de lado y lado, ya la gente comenzaba
a aglomerarse, y papá en un escaso silencio
que hubo dijo: “Deja la vaina y dale el vuelto completo que ella te dio
veinte, yo lo vi”. La mudez se alargó y recuerdo desde mi estatura de nueve
años los cruces de miradas y la mano extendida del comerciante dándole el monto
correcto a la doña.
Rato más tarde, cuando salíamos de
esas instalaciones, pregunté: Papá, ¿y tú conocías a la señora de las papas? Me
respondió: No. ¿Entonces por qué te metiste en ese zaperoco ajeno? Porque
aunque tengo en mi haber más de una cosa de la que arrepentirme trato de no
agregar más, y me gusta acostarme y dormir tranquilo; si uno ve algo que no
está bien y se calla está contribuyendo a que lo malo se quede. Acuérdese hijo
–y me repitió aquello de–: que amor no le quite
conocimiento.
Debo reconocer que más de una vez se
me ha pasado la mano en mis apreciaciones. Sin embargo, en aras de una posición
cristiana ante la vida he tratado de tener presente siempre lo de: quien esté
libre de pecados…, pero siempre tratando de ser justo. Mi país, mis paisanos, todos, hemos sido
muchas veces peligrosamente solidarios, el síndrome de defensor de los pobres
se ha afincado entre nosotros de manera férrea; al punto que la solidaridad
automática se ha convertido en alcahuetería incondicional. No obstante, debo
apuntar que muchas veces la supuesta solidaridad no es más que una manera burda
de simular la defensa de intereses propios de ciertos actores.
Los conflictos éticos más de una vez
se han callado porque “no es el mejor
momento” o “¿no te parece que esté no es el tiempo más indicado?”, o cualquier
otra expresión de igual tesitura. Mientras tanto los bandoleros de turno
siguieron, y siguen, haciendo de las suyas. ¿Nunca va a llegar el mejor
momento, o el tiempo indicado?
Las cofradías exultantes de un bando y del otro claman por la
canonización de sus adorados, los que señalamos algún defectillo, o descarada
incompetencia, somos lapidados cuando no incinerados de manera fulminante y
expedita. Un llamado de atención sobre algún punto en particular, o alguna
actuación poco clara de algún hijo o un hermano, más bien es un toque a rebato
para que las hordas vocingleras se conviertan en Salomé que piden la cabeza de
quien ose decir algo. Vivimos tiempos de
amor quitando conocimiento, o en palabras de mi padre: Nos jodimos, ahora los
conejos persiguen a las escopetas.
© Alfredo
Cedeño
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