Lloramos
y limpiamos, las lágrimas suelen provocar largas duchas que sanan, a veces se
logran convertir en tempestad que arrasa hasta los cimientos de las mejores
fortalezas. Tal vez a ello se deba que el llanto se haya tratado de vincular a
la debilidad, se ha jugado a disminuirlo a través del verbo, han tratado en
vano de aplicar chapuceramente aquello de que lo que no se nombra no
existe. ¡Ay George Steiner!
El
arrojo, la dureza, la imperturbabilidad, y demás zarandajas por el estilo,
llevan largo tiempo en fervorosa promoción. No hay nada más majestuoso que la
no manifestación de la supuesta debilidad que representa el llanto. Nos han
llenado de frases, refranes y retruécanos en referencia a ello. Por siglos se han repetido las supuestas
palabras dirigidas por la sultana Aixa a su hijo Boadbil el Chico, último rey
islámico de Granada, quien, el dos de enero de 1492, lloraba desconsoladamente luego de entregar a
los Reyes Católicos las llaves de la Alhambra: “Llora como mujer lo que no
supiste defender como hombre”. La verdad es que la citada cita fue obra de la
mente algo calenturienta del cura Juan Velázquez de Echeverría, quien escribió
a fines del siglo XVIII la obra Los
paseos de Granada, donde incrustó dichas palabras.
¿Quién
no oyó en infinidad de oportunidades aquello de: ¡Los hombres no lloran!?
Comenzaba la década de los 70 del siglo pasado y Caracas era la misma comarca
de siempre llena de pretensiones cosmopolitas. Una clase media ilustrada que
presumía de su roce mundano todavía trataba de entender lo que había
significado el Mayo francés, otros se ufanaban de sus vínculos con el mundo
hippie, y juraban haber estado en la comuna de Hog Farm o asistido al mismísimo
concierto de Woodstock en Bethel. La euforia por la indagación emocional estaba
en pleno apogeo. Eran días en los que Eric Berne y Thomas Anthony Harris eran
los héroes de rigor de nuestra clase ilustrada. Quien no había leído Los juegos en que participamos o Yo estoy bien, tú estás bien, no era
nadie. Aquel que no dejaba caer en medio de una conversación cualquiera, así
fuera sobre un partido Caracas-Magallanes, alguna frasecita vinculada al
Análisis Transaccional era algo así como un ectoplasma. Era mandatorio citar a Juan Salvador Gaviota o defender con
uñas y dientes a El Principito.
En
medio de esa tormenta medio psicótica y algo esquizofrénica abundaban las
experiencias de los grupos de autoconocimiento, terapias de todo orden y concierto,
así como experimentaciones de diverso tenor. No me pregunten cómo, pero en
enero de 1973 me vi invitado a participar en la Primera Experiencia de Vida en
Grupo que el cura jesuita Miguel Matos llevó a cabo en la sede del Noviciado de
su orden religiosa, en La Pastora, entre las esquinas de Santa Ana y Coromoto.
Recuerdo al propio Matos, a Iñaki Huarte, entonces maestro de novicios y de
sabiduría infinita, a Mario García y Santiago Arconada, entonces novicios, al
queridísimo José Gregorio Palacios, ahora psicólogo y cumanés por decisión, a
Rubén Loaiza, Cristóbal Casado, Juan de Dios, Iván Mejías, y otros que se me
desvanecen. Como bien han de suponer la
feria de emociones en que vivíamos sumergidos era inacabable.
El
desayuno era frugal y veloz, todos salíamos a clases, o a trabajar, tratábamos
de regresar al mediodía, pero a la hora de la cena si era infaltable que todos
estuviéramos allí. Luego de la misa de rigor y la comida venían las actividades
grupales. Eran conversaciones, reflexiones, discusiones, que se convertían en
auténticos vendavales emocionales. Confieso que ahora me pregunto si quienes
fungían como “facilitadores” de esas jornadas estaban conscientes de los
riesgos que corríamos. Lo cierto es que los episodios de llanto eran comunes,
yo solía llevar el estandarte, y recuerdo con nitidez a Matos, con gesto
irónico, zanjando la situación con un: Empezó la Magdalena.
Varios
años más tarde, al leer una biografía del fundador de la orden Jesuítica me
encontré una referencia a las ¡lloraderas de
San Ignacio! Resulta que el que había sido hombre de armas tomar, de
porte galante y éxito entre las damas, al punto que se habla de por lo menos
una hija: María Villareal de Loyola, en su época religiosa mostraba con
largueza sus efluvios oculares. Hay quienes hablan de la gracia del llanto, “concedida a San Ignacio con suprema largueza
como manifestación somática de la magnitud y exquisita virtualidad del Amor
Divino”. Y por supuesto que la gran
pregunta que me hice, y me hago, ¿por qué se nos comparaba a los que llorábamos
con la Magdalena y no con San Ignacio?
Afortunadamente
aprendí a no dejar de llorar y a seguir emocionándome a más no poder. Lloro
cada vez que mi hijo tropieza y se lastima el alma, lo hago cuando me entero,
por ejemplo, de que la querida Ana María Matute, la de Paraguachí no la
catalana, saldrá con bien de la mala jugada de sus pulmones. No puedo dejar de
hacerlo cuando veo alguna película como el remake del Rey León, o al recordar
lo que mi país fue y lo que es. Lloro hasta
quedar agotado cuando veo los atropellos infinitos contra nuestra gente. Es
llanto de rabia e impotencia, pero hay momentos en que es de esperanza, de
larga seguridad y confianza en que volveremos a celebrar lo que hemos seguido
siendo. Tengo la muy feroz certeza de que lloraremos juntos de profunda
felicidad.
© Alfredo Cedeño
3 comentarios:
LLoraremos, Alfredo, con el favor de Dios.
Javier Moreno
Y lloraremos cuando volvamos abrazarnos en persona y no a través de las redes...
Y lloraremos cuando volvamos abrazarnos en persona y no a través de las redes...
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