martes, enero 04, 2011

PIAPOCO

A ese venezolano de excepción que es Daniel de Barandiarán, y a quien nuestro territorio tanto le debe, le escuché nombrar por primera vez a los Piapoco. Más tarde se los oí mencionar a otro venezolano muy particular como es Esteban Emilio Mosonyi. En ambas ocasiones los dos me acogotaron con su delirio por este grupo indígena.

Años más tarde, cuando gracias al irrestricto apoyo de otra persona de generosidad proverbial como es “la negra” Lucy Gómez, estuve realizando una serie de investigaciones sobre las etnias venezolanas, pude saciar la sed que Daniel y Esteban Emilio me habían plantado.

Este grupo perteneció a una confederación multiétnica que dominaba el área comprendida entre los ríos Guaviare, Meta y parte del Orinoco, y en esa organización ellos ocuparon un lugar destacado. Ahora quedan menos de millar y medio de individuos. Hay quienes ubican cinco mil años atrás su inicio como modelo social. Ellos pertenecen al tronco lingüístico Arawako, y continúan viviendo en sus territorios ancestrales, los cuales están repartidos entre territorio venezolano y colombiano. Sus mitos, leyendas, ceremonias rituales, maneras de pescar y confeccionar sus diferentes tejidos de fibras vegetales, hacen garantizar a muchos que esta etnia, pese a todos los embates vividos en los últimos cuatro siglos, mantiene vigente muchos de sus patrones culturales originales. Aunque ello ha significado una gran capacidad creativa y de adaptación de su parte, ya que sin ello hubieran desaparecido como grupo humano.

Fue así como un día recorrí gran parte del Orinoco Medio, hasta llegar a Laja Lisa, comunidad de la etnia Piapoco. Estas son las notas de mi libreta de viaje.

A las cinco de la mañana, en medio de una tenue llovizna que hace ver aún más fantasmal al pueblo, es la salida desde Puerto Ayacucho. Vamos hacia el puerto de Samariapo, sesenta kilómetros al sur, en la margen izquierda del Orinoco. El sol nos alcanza llegando a las orillas del Río Padre.

Inmenso, es la mejor palabra para describirlo, de una fuerza que se presiente atroz bajo la supuesta mansedumbre con que avanza. En pocos minutos se instala un motor de 40 caballos en una lancha de aluminio, la echamos en aquel mar de aguas marrones y de inmediato comenzamos a navegar corriente arriba. Vamos para Laja Lisa, comunidad indígena de la etnia Piapoco, donde esperamos llegar tras cuatro horas de navegación.

La lluvia ha estado sembrando de troncos y objetos flotantes de todo tipo la corriente. El motorista navega con ojos acuciosos, sabe que entre la vida y la muerte hay un hilo muy delgado, el menor error lo pagará caro, conoce que en su pericia van nuestras vidas. El Orinoco no sabe de juegos.

Hoy parece que habrá suerte, aunque es "invierno", el cielo empieza a despejarse. A los cinco minutos de recorrido aparece en territorio venezolano, al lado izquierdo del río, Munduapo, comunidad indígena guajiba, la cual queda atrás rápidamente. Al cabo de poco tiempo se ve Isla Ratón en medio de la corriente y por la izquierda la desembocadura del río Sipapo, en breve se cruza Raudal de Muertos, los peñascos acentúan la sensación de fragilidad de los navegantes. Por la margen derecha, en territorio colombiano, aparece Puerto Nariño, a este lado del río se ve la comunidad guajiba San Vicente.

Pronto, proveniente del territorio de la "hermana república", aparece la desembocadura del río Vichada. El motorista se nota nervioso y hace que la máquina avance lo más que puede, "Es que por esta zona es donde aparecen siempre los piratas asaltando a la gente, se llevan todo, matan al que se les antoja y después cogen y se meten por el Vichada y ¿quién los va a seguir por allá?"

Inesperadamente en dirección contraria aparecen dos bongos que se abren frente a la lanchita, en ellos se ven hombres vestidos de verde que empuñan armas largas. La voz del timonel hace que regrese la tranquilidad: "Son la gente de la Marina." Y, en efecto, así es, un pelotón de marinos fuertemente armados, nos intercepta, pide documentos del motor, la embarcación y los ocupantes, una vez cumplidas sus labores se despiden: "Buenos días y perdonen la molestia, adelante."

Súbitamente comienza un aguacero de los que sólo se presencian en Amazonas. Es una lluvia espesa, no se ve nada más allá de tres metros, el motorista se pega más a la orilla, es una norma básica de seguridad al navegar bajo la lluvia en un río. Pasan troncos enormes por los lados de la lancha, las gotas son enormes, gruesas, pesadas, se sienten como centenares de pequeños puños que golpean todo el cuerpo, el impermeable no sirve de nada. Poco a poco se va formando un gran charco entre la ropa y el frío empieza a hacer de las suyas. El equipo fotográfico comienza a llenarse de agua, a pesar de las bolsas plásticas adicionales, y no hay nada que se pueda hacer, salvo seguirlo envolviendo más, para intentar evitar su eventual daño, lo que sería un verdadero desastre. Pasan los minutos y, en vez de amainar, arrecia el temporal, no se puede ir más rápido, tampoco detenernos, so riesgo de que zozobre la embarcación con el volumen de agua que cae. Es hora y media en esas condiciones, finalmente, así como llegó, desaparece la tormenta. Y podemos continuar a ritmo normal.

En poco tiempo, y tras un total de 5 horas y 15 minutos de navegación, llegamos a Laja Lisa. Un grupo de niños nos reciben y conducen hacia el centro de la comunidad. Son tres minutos de camino en que los zancudos y los jejenes hacen de las suyas. Sin embargo, el recibimiento es tan cálido que todo queda justificado. De inmediato aparece una gran totuma rebosante de yucuta, nombre con que se conoce en Amazonas el mañoco diluido en agua, para calmarnos la sed.

También es un gesto social, a través del cual se inicia una conversación informal en la que se inquiere sobre las condiciones del viaje, razones de la visita y tiempo de estadía. Es parte de la etiqueta Piapoco. Una vez finalizado el recibimiento dos niños nos acompañan y todas las puertas se van abriendo de par en par. En esta vivienda una anciana está trabajando con un sebucán para extraer el veneno a la yuca amarga y luego hacer cazabe o mañoco, que es la harina de la yuca tostada y no prensada en tortas. En aquella se asoma una mujer joven con su hijo en brazos y sonríe inocente, despreocupada. A las puertas de esa está un señor ocupando en dar los últimos toques a una cesta de "tirita". En el camino a la escuela tres niñas escarban curiosas en el interior del morral de una de ellas, risas y comentarios en su idioma de firme cadencia anuncian candor.
Laja Lisa deslumbra, hechiza implacable, con sus viviendas de paja y palmas de caraná y chiquichique. El recorrido concluye frente al salón comunal, donde una asamblea de sus habitantes nos espera, quieren que se oiga, para su posterior divulgación, una serie de planteamientos. Un suave ritmo verbal va enunciando cada cosa, el maestro Juan García traduce al castellano todo cuanto se dice. El local está lleno, los niños juegan y corretean, las caras impávidas de sus progenitores son estremecedoras.

Todos hablan y hacen sus señalamientos, son tres horas de asamblea. Cuando terminan, un grupo de mujeres entra con tortas de cazabe recién cocidas, así como distintos tipos de carne asada y sancochada. Los olores de la comida y de ellos se confunden, hay un aire ceremonial que plena el lugar y los alimentos que pasan de mano en mano, acentúan esa sensación.
Son dos días con ellos, en las noches los ancianos han contado con su voz cantarina las mismas historias que oyeron a sus abuelos decenios atrás. Las horas diurnas han sido escasas para poder entender todo su complejo y riquísimo mundo, donde los intereses comunales privan a la hora de cualquier decisión. Tal vez por ello, resultó particularmente hermoso ver la cara de fiesta con que acudieron todos, hombres y mujeres, a las afueras de Laja Lisa donde por cuatro meses han estado acudiendo todos los viernes a trabajar en la construcción de la pista de aterrizaje de la comunidad. "Nadie va a venir a construirla y quien la necesita somos nosotros, porque si nos ponemos a contar con los criollos..."

Al navegar de regreso, rumbo a Samariapo, una torta de cazabe entregada en el último momento, cuando ya abordábamos la lancha, sirvió para calmar los estómagos. También, sirvió su sabor para prolongar en los sentidos la presencia Piapoco.

FUENTES:

– Mitos Piapocos, Gerardo Cavarte. Centro Etnoeducativo Intercultural Bilingüe, Departamento del Guainía, Colombia, 1993.

– Tradición Oral Piapoco, Ramiro Ulloa. Cordinación de Educación del Guainía, Departamento del Guainía, Colombia, 1993.

– Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente, Alejandro de Humboldt. Monte Avila Editores, Caracas, 1985.

– Historia de la Nueva Andalucía, Fray Antonio Caulín. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1987.

– El Modelo del proceso migratorio prehispánico de los Piapoco: Hipótesis y evidencias, Silvia Vidal. IVIC, Caracas, 1987.

– Boletín de Lingüística, Número 7. Escuela de Antropología, Fcaultad de Ciencias Económicas y Sociales, UCV, Caracas, 1989.

­– Voyages dans L'Amerique du Sud, Jules Crevaux. Librairie Hachette et C., París, 1883.

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