Estoy convencido que la historia ha sido injustamente vilipendiada a lo largo de su propio desarrollo. Generalmente esta disciplina es asociada con gestas aburridas y labores propias de ancianos dedicados a masticar sus papillas mientras van asentando, con mano temblorosa y mirada casi difuminada, los hechos que son trascendentes…
Pocas veces se le ha reconocido -a la historia- como heredera directa de los fabuladores y juglares que deambulaban por las plazas y caminos narrando los chismes que iban oyendo mientras caminaban, o trotaban por los lechos de aquellos maridos que estaban afanados en ser motivo precisamente de esos cantares.
¿Qué es la historia sino una fábula que el tiempo y los hombres santifican? Son infinitas las ocasiones en las cuales una fecha, o un hecho, o una hazaña portentosa se han consagrado gracias a las luengas suposiciones y escasas certezas de algunos autores audaces que han escrito lo que consideran –según su real saber y entender- es su versión contemporánea de la Odisea. Y no quiero perder la oportunidad de reafirmar mi convicción de que don Homero fue un picarón que adoró a Baco, Venus y Apolo con entusiasmo propio de poeta, para ahora aparecer ungido como historiador.
Doy estas vueltas porque, con mis nalgas ya entumecidas de tanto buscar información, sobre la hermosísima ciudad trujillana de Boconó he ido encontrando tantas versiones como cerros la rodean.
Tulio Chiossone asentó en su Diccionario Toponímico de Venezuela, editado por Monte Ávila en 1991, que quizás venga del taíno "boco" que significa chorro. Esta versión me parece hermosa y lírica si se quiere, pero me pregunto: ¿Acaso los Taíno estuvieron echándole vaina a los Cuyca en sus territorios?
Y ahora que nombro a los Cuyca, sobre cuyo señorío en estos parajes no hay discusión alguna, hay quienes afirman que Boconó es vocablo de ellos y que significa “entre aguas” por estar ubicada esta población entre el río Boconó y la Quebrada Segovia… Debo resaltar que en el siglo XVI, según don José de Oviedo y Baños, Diego Ruiz Vallejo estuvo, por orden de Juan de Villegas, tratando de “descubrir unas minas de oro, que se decía haber en el valle de Boconó”. Oro no encontró mucho, que se diga, pero si asentó que es “provincia pingüe, fértil de todo género de frutos y muy abundante de algodón”.
Agotaría el cupo del cual dispongo en el blog para seguir transcribiendo las versiones e interpretaciones del nombre de esta población, a la cual Bolívar tildó de “Jardín de Venezuela”. Debo referir que para algunos mal hablados, y yo que no me quedo corto, don Simón le otorgó ese rango debido a la belleza de sus mujeres y no precisamente por la variedad florícola de sus alrededores.
Con más de cuatro siglos en su haber, Boconó permanece suspendida entre las montañas del estado Trujillo, 400 kilómetros al suroeste de Caracas. En estos tiempos es mencionada con frecuencia en las páginas rojas de los diarios locales, su crecimiento ha desbordado su trazado provinciano y se le ve engordar con la vorágine que suelen engendrar las urbes.
Sin embargo, en Boconó todavía el arco iris llega con la tarde a la orilla de la plaza donde los paisanos se congregan a conversar; los señores se plantan a las puertas de la iglesia a ver pasar a las feligresas; algunas parejas sin rumbo se recogen en los bancos del templo a soñar y perdonarse, o jurarse amor poco santo; los duendes, convertidos en artesanos, se plantan a tejer canastos en cualquier orilla de sus tantos caminos; abuelos de gesto fiero -y corazón cuarteado de amor- afilan un machete para salir a laborar en los campos; los colores rebalsan en sus mercados y las aves arman una rochela escasa de pudor en cualquier poste del alumbrado público…
En estos predios de contrastes ángeles y demonios andan sueltos, y a veces de la mano, resolviendo un crucigrama que solo ellos pueden entender.
© Alfredo Cedeño
Alfredo Cedeño
1 comentario:
Excelente esto que escribes!
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