Muchinga arriba se iban las voces, la música y los gritos de las putas amanecidas. Teotiste llevaba su petaca sobre el hombro izquierdo, con la mana derecha se alzaba la falda para que no se le llenara de agua sucia. Los hombres le decían cosas al paso, los perros alborotados ladraban y le tiraban a morder las batatas. Pensaba en su torero, se acordaba de tanto rezar después que El Chingo apareci6 por la calle principal del pueblo dando lecos que a el 10 había cogido el toro. Ella creía que mas nunca iba a salir de allá, que s6lo le esperaba quedarse vistiendo santos para toda su vida.
Cuando Flor, que iba de paso y estaba parada en el puerto del río esperando un bote para seguir camino hacia
¿Qué voy a hacer yo aquí, Dios mío? Su amiga le enseñó la parte de atrás de la aduana del puerto, y le dijo que por allá era que ella tenía su rancho, que arriara con su maleta atrás de ella. Mujeres colgando pantaletas en las ventanas, hombres que les agarraban las nalgas, niños llorando, viejas vendiendo arepas fritas en las esquinas, gatos corriendo detrás de las palomas en los techos, un olor a sal y hierro oxidado que lo llenaba todo, que le llegaba hasta los riñones. Señor, ¿me dejarás que vuelva a ver a mi familia otra vez? Ella sabía que ahora estaba cerquita de Caracas, pero su compromiso con Flor era que si ella la sacaba del pueblo ese, ella la ayudaba por tres afños en un negocio que tenía por allá. ¿Cómo se iba a zafar de ese trato? Y para esto era que la habían traído. ¿No hubiera sido mejor quedarse allá con Cristina? ¿Qué la iban a poner a hacer? ¿Hasta cuándo, Dios mío?
Cuando llegaron a la casa se quedó viendo las cortinas rojas, el bombillo del mismo color que había en el medio de la sala, los muebles raídos, la mesita coja de una pata, y la cama que estaba atrás de la cortina floreada. En un banco había una ponchera y un frasco de permanganato de potasio por la mitad. Eso es para estar siempre sana, le dijo Flor y se fue para la casa de al lado a conversar con
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