Ante
la necesidad de entender lo inexplicable, lo desconocido, lo ignorado, el ser
humano se dedicó a elaborar procesos que, desde la incertidumbre, le permitieran
establecer códigos para tratar de
encontrar cierta tranquilidad. Tal vez todo comenzó con una explicación de un
abuelo a un nieto preguntón que indagaba por qué había muerto la abuela, a lo
mejor surgió de la angustia incontrolable de los compañeros de un cazador
herido mientras perseguían un mamut y la certeza de que ninguno en situaciones
similares había podido sobrevivir, quizás el jefe de una tribu preocupado por
las normas de convivencia de sus paisanos. Los orígenes de las normas sociales
deben haber ido desde lo más sublime a lo más terreno.
El
hedonismo inherente al ser humano, junto a la necesidad también innata de
entender lo que nos rodea, así como el muy mentado instinto de sobrevivencia,
fueron mezclándose en un cóctel que en primera instancia dio origen a los
ídolos. Era necesario proyectar en un objeto determinado, bien labrado en dura
madera con la ayuda de artefactos de obsidiana o moldeado en arcilla, los
anhelos más preciados. Se pedía por una
buena caza, por una recolección copiosa, por una lluvia redentora, por una
cosecha muy buena. Cuando las figurillas
no eran suficiente se invocaba a la naturaleza misma, y así se desarrolló el
culto al sol, a la lluvia, a la luna, a los ríos. Fue un deambular del espíritu
del hombre que terminó en las estructuras religiosas como crisol de
esperanzas.
Era de esperarse que el brío de la
credulidad fuera manipulado primero por los chamanes, luego por vestales,
sacerdotes y cuanta versión podamos imaginar de los curanderos. Se manipuló la
fe para convertirla en fanatismo, haciendo ver que se interpretaban los anhelos
a nuestra imagen y semejanza. La llamada Iglesia se convirtió en un símbolo y
organismo de control social al servicio del poder. Fernando el Católico es una
expresión por excelencia de ella. Él hizo de la fe una política de estado por
medio de la cual hizo realidad su sueño imperial de convertir un puñado de
feudos, ruinosos y arruinados por su lucha contra los moros, en el reino de
España. Poco le importo a él y a su reina Isabel, y a los representantes de
Cristo en la tierra, que para ello debiera apelarse al espanto de la
Inquisición, y demás horrores medievales. Iglesia, Justicia y Estado eran una y
trina, la propiedad de la tierra justificaba cualquier barbarie.
La tiranía real-eclesial se
prolongó de manera que aparentaba ser eterna, hasta que el pensamiento fue
ganando sus propios espacios e hizo que la oscurana menguara. Poesía, pintura,
música, danza, la belleza en fin, hicieron que las almas resurgieran con mayor
fuerza. Pero también hubo entre los representantes religiosos nuevas maneras de
abordar su ministerio, se empeñaron, hasta incluso pagar dolorosos costos, en
una búsqueda de lo religioso que no se convirtiese en opio para la feligresía.
Y fue así como surgieron las iglesias
de nuestro tiempo: los partidos políticos. Ellos, al igual que la “Iglesia”, se
erigieron en los mecanismos de control social por excelencia. Los otrora
reinos, ahora naciones, han convertido sus esclerosadas cortes en las parcelas
de poder actuales. Duques, marqueses, obispos, cardenales y reyes; ahora son
presidentes, diputados, ministros, y jueces. Poca es la diferencia entre
aquellos y estos, los primeros controlaron con mano de hierro a sus súbditos,
mientras que los de ahora en empeñan en controlarnos con rigidez feudal y para
ello se amparan en sus medievales interpretaciones de lo políticamente
correcto. Vivimos días de tragedias originadas en las redenciones prometidas, y
por supuesto incumplidas. Por lo visto los días de redención lucen lejanos. Sin
embargo, la esperanza, esa luminosa condición humana, siempre encuentra formas
de retoñar. En ella creo.
© Alfredo Cedeño
1 comentario:
Excelente como todos tus articulos , gracias Alfredo
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