Atribuyen a Marx haber corregido la plana a Hegel en aquella frase de que la historia siempre se repetía. En su libro El 18 brumario de Luis Bonaparte, dejó asentado: “Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. No obstante, el barbudo pensador germano nada dijo de cuando la repetición es un verdadero rosario lleno de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, sin olvidar a los luminosos, decretados como tales por Juan Pablo II en el 2002. Tal vez son casos cuya recurrencia es propia de manifestaciones nada normales. Ahora mismo pienso en situaciones y sus posteriores manipulaciones para tratar de hacer ver determinadas situaciones como pautadas por los dioses del Olimpo.
¿Cómo ocurrió la invasión musulmana
a la península ibérica? La épica de la llamada Reconquista nos ha vendido que
al comienzo los malvados musulmanes invadieron dicha peñíscola con una
descomunal fuerza que trató de sembrar de maldad y oscurantismo tales
territorios. La verdad es que la tal invasión no fue tal como se ha ido
permeando por los siglos de los siglos. En realidad lo que ahora conocemos como
España era un saco de gatos donde sobraban reinitos, reyezuelos y aspirantes, y
escaseaban feudos donde establecerse cada cual a hacer lo que se le antojara.
Pese a los tira y afloja los visigodos se habían asentado allí, era el tiempo
del llamado Reino Visigodo. Debe explicarse que entre ellos la monarquía no era
un don divino, y menos hereditario, sus reyes eran electos; por la aristocracia,
que estaba formada por las élites seglar y eclesiástica del reino.
Así llega el siglo VIII y el
entonces rey, Witiza, muere y deja a su hijo a cargo del cotarro. ¡Y ardieron
hasta los clavos de la cruz! El heredero en dicha ocasión fue Agila, y la
rebelión de aquellos náufragos, como tal vez los bautizaría la querida Mirtha
Rivero, nombró como soberano a Don Rodrigo. Agila, como bien pueden suponer, no
iba a dejar que le quitaran su reino así nada más y pide ayuda a los
musulmanes. Eran tiempos cuando la capital del reino estaba en Toledo, y
abundaban personajes como salidos de las plumas de Garmendia, Cabrujas y la
misma señora Fiallo. La tradición oral habla de un obispo Oppas, tal parece que
también hijo del monarca difunto, que siendo prelado de la propia capital se
ocupó de redactar la carta a los hijos de Mahoma. Para terminar de enredar el barullo, y
siempre según la tradición, porque son escasos los documentos que como tal
avalen lo que narro, hubo una dama de hermosa estampa y carnes macizas llamada
Florinda la Cava. Ella era hija del
conde de Ceuta, Don Julián, quien la había enviado a la corte toledana de
Toledo para su formación y consecución de un buen marido. Tal parece que don Rodrigo, que no sabía
mantener su bragueta en paz, ejerció su derecho de pernada sobre esa moza, y su
padre al enterarse la llevó de vuelta a casa. Pero, como bien han de suponer,
no pretendía dejar así el mancillado honor de su hija…
La carta que Agila envió, vaya Dios a saber cómo y por qué, pasó por sus
manos y aseguran que fue él, Don Julián, el que entabló conversaciones con Musa
ibn Nusair, quien era gobernador y general del califato en el norte de África,
actual Túnez, y este general, que contaba con 71 años, encargó a uno de sus
hombres de confianza, Táriq ibn Ziyad, a que fuera con 7.000 bereberes a ver
qué podía hacer. La cosa fue que el 30 de abril del 711, desembarcó en el punto
ahora llamada Gibraltar y llegó hasta Cádiz y, bien en Barbate o en Medina
Sidonia, en las adyacencias del río Guadalete se produjo la batalla de igual
nombre. Todas las voces aseguran que Don Rodrigo, cuyo cadáver, por cierto,
nunca apareció, fue traicionado por sus propios paisanos, que vieron en los
musulmanes la oportunidad dorada para echarlo del poder y repartirse la torta.
Las crónicas narran que tomó a los musulmanes siete años tomar control de todo
este territorio que se les ofrecía en bandeja de plata. Las cuentas de la élite
aristócrata salieron tan erradas que tardaron casi ocho siglos en verlos salir
de tierras hispanas. Como ven, los cálculos de los políticos de viejo cuño eran
tan míseros y miopes como los de los actuales.
Es justicia dejar asentado que aquella invasión llevó a la actual España
sabiduría y avance, a diferencia de las actuales hordas que pugnan por arrasar
con el actual modelo social. Pero
sigamos, aquellos musulmanes convirtieron a la Hispania romana en uno de sus
centros intelectuales, y actuaron con auténtica tolerancia hacia cristianos y
judíos. Puedo citar como ejemplo de tal convivencia la ciudad de Córdoba donde
los tres grupos religiosos y culturales vivían en total concordia. Todo esto
terminó el el 2 de enero de 1492, cuando los Reyes Católicos, Isabel y
Fernando, tomaron Granada y expulsaron al rey Boabdil. El fin de la armonía
cultural se expresó rotunda con la expulsión de judíos y musulmanes ese mismo
año.
Este proceso que me arriesgo a resumir volvió a ocurrir con la caída de los
diferentes dominios prehispánicos en territorio americano. Aztecas, Incas y
demás grupos de poder cayeron ante un reducido grupo de aventureros gracias al
apoyo incondicional de los nativos, quienes veían a los recién llegados como
sus aliados para zafarse del control despótico que se ejercía sobre ellos. Sin
embargo, de eso poco, mejor dicho: nada, se dice al respecto. Pongo un ejemplo,
en muy pocas ocasiones se habla en el mundo azteca de los tlacotli, personas
que por haber contraído deudas o haber cometido algún delito, trabajaban para
un amo sin recibir pago alguno, y a los reincidentes los utilizaban para ser
sacrificados a los dioses. Solo se vende la idea de un ejército invasor que
llegó a imponerse a sangre y fuego, en medio de una escabechina como nunca
antes hubo. Nada de las traiciones y cálculos liberadores de quienes estaban en
medio de una opresión sanguinaria y despiadada. Tampoco se habla de la
letalidad de los virus que los recién llegados portaban y para los que los
nativos no tenían anticuerpos. Sólo se insiste en un genocidio impune, al que
ahora muchos juzgan y condenan derribando estatuas.
Ahora bien, si la frase del chivudo alemán es cierta, ¿cuándo ha sido
tragedia y cuando farsa? ¿Qué pasa cuando la repetición es recurrente y, por lo
visto, infinita? ¿Cómo definir cuando se insiste en recrear las condiciones de
un momento que fue inútil? ¿Acaso insistir en un diálogo o unas elecciones o
unas negociaciones, que sólo favorecen a una de las partes, es más bien una
tragicomedia? ¿Será que la ignorancia
supina, principalmente de la historia, hace que los aristócratas contemporáneos
repitan la farsa una y otra vez, que solo favorece a sus intereses de casta,
mientras la antítesis musulmana de trece siglos atrás se eterniza? Por lo visto
nos esperan siglos de dominación roja.
© Alfredo Cedeño
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