Caracas
es una aldea con pretensiones citadinas, y tal vez en ello está el secreto de
su encanto. Estoy patológicamente orgulloso de haber nacido en ella, y de haber
sido bautizado en la pila bautismal de su catedral. Más de una vez me han
enrostrado dicha vanidad, pero así somos los caraqueños. En 1972, la capital
venezolana era aún más aldea y La Pastora, una de sus parroquias emblemáticas,
solía amanecer llena de neblina. Entre sus esquinas Santa Ana y Coromoto, en
dos casas seculares, número 8 y 12, funcionaba el noviciado de la Compañía de
Jesús bajo el mando del imborrable Ignacio Huarte, Iñaki. Eran días en lo que
esa institución era una suerte de centro abierto de formación al que acudían
todos los vecinos interesados de la zona. En esa misma calle vivían, ese par de
eternos tortolos que ya son uno, José Pulido y Petruska Simme, quienes habían
recalado por allí luego de una experiencia no muy grata en Maracay. También
estaba allí con frecuencia ese entrañable afecto que es Wilmer Suárez, quien
acababa de abandonar el Seminario Interdiocesano de Caracas y tenía un grupo
musical que ensayaba en una casa que estaba de San Vicente a Medina, donde
Pulido y Suarez compusieron varias canciones.
En una de esas casas que
mencioné antes, en la número 12, estaba la biblioteca del noviciado y en uno de
sus estantes grises encontré una tarde un libro cuyo título me absorbió: La Casa Verde. Así descubrí a los 15
años a Mario Vargas Llosa, el hereje al que “los progresistas” no han podido
opacar pese a todos los intentos habidos y por haber. Para muestra les cito dos trozos de la tesis
doctoral de su paisano Julio Roldán: “Mario Vargas Llosa como poeta,
dramaturgo, cuentista o actor no tiene la calidad, tampoco la fama, que ha
ganado como periodista y, particularmente, como novelista. En el rubro de los
denominados géneros menores, su producción, siendo respetable
cuantitativamente, es insignificante cualitativamente.” Este ahora doctor de
una universidad alemana concluye en su trabajo: “El ser un mestizo, provinciano,
pequeño burgués, intelectual y crítico es para Vargas Llosa un gran problema en
un determinado aspecto de su vida. Estos son los hechos objetivos que generaron
su pesimismo, inseguridad y constante frustración, hasta el extremo de intentar
auto eliminarse.” Todavía pretenden
cobrarle su deslinde de la dictadura cubana.
Desde aquel tiempo hasta ahora
he sido un consecuente lector de todo cuanto produce el autor peruano. Cada una
de sus piezas las he disfrutado con fruición, las he leído con una puta envidia
a su virtuoso manejo de nuestro idioma, he entendido un poco más el
rompecabezas hispanoamericano, me he sorprendido por su manejo del reportaje
para configurar sus obras. La última pieza suya que leí fue Tiempos Recios, en la que aborda el
golpe de estado contra el presidente guatemalteco Juan Jacobo Árbenz en 1954,
así como el posterior ascenso de Carlos Castillo Armas, “Cara de Hacha”, y su
asesinato en las propias instalaciones del palacio de gobierno. Vargas Llosa
rescata en el tercio final de esta novela el episodio vivido en 1954 por el embajador de México ante Guatemala,
Primo Villa Michel, quien hizo una protesta formal porque, cuando fue a
reclamar por algunos exiliados, el ministro de Educación del coronel “Cara de
Hacha”, Jorge del Valle Matheus, le respondió: “Somos una dictadura y hacemos
lo que nos la gana.”
Estaba terminando de leer este
libro cuando me llegó la copia del “avocamiento” de la sala de casación civil
del tribunal supremo de justicia (por favor corrector respéteme las intencionales
minúsculas con los que me refiero a esas “instituciones”), mediante la cual el
“magistrado” Yvan Darío Bastardo Flores, “a los dieciséis días del mes de abril
de dos mil veintiuno. Años: 210º de la Independencia y 162º de la Federación”
(y 20 º de la Peste Roja),
decide que El Nacional, le pague “DOSCIENTOS TREINTA Y SIETE MIL PETROS
(237.000,00 PTR)”, por concepto de “daño moral gravísimo” a cierto bojote mal
hecho. El delito: haber reproducido lo que la prensa seria asegura, Urbi et orbi, que es el capo de todos
los capos de cierto cartel resplandeciente.
Pienso en el demandante y el sicario judicial que firma tal adefesio
jurídico y me parece escuchar a Antonio Estévez, quien tildaba, con palabras
precisas y corrosivas, a ciertos personajes y funcionarios de cerebros de
gallina enana. Lo que no entiendo es por qué no tienen los reaños de llamar las
cosas por su nombre, y decir como lo hizo Matheus en 1954 que están emitiendo
no un avocamiento sino un ahorcamiento de El Nacional. Si en algo se especializan los
“revolucionarios” es en hacer que la ley se le ajuste a sus caprichos, por ello
son expertos en fusilamientos, pero sobre todo en linchamientos.
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