Yo
tenía 13 años cuando un día, miércoles por mejor seña, me escapé de clases
en el liceo José María España en Macuto,
estado Vargas, para ir a un cine foro que había organizado la Federación de
Estudiantes de Educación Media –FEEM– en el centro de estudiantes del Liceo
Vargas, en Maiquetía. La película que vimos fue Araya, de Margot Benacerraf.
Son
imborrables aquellas tomas en blanco y negro del cielo y del mar, por ello
estas fotos de hoy en similar técnica; como también perdura en mi recuerdo la
voz entonces fresca de un veinteañero José Ignacio Cabrujas, antes de adquirir
su característico tono bronco. Él cabalgaba
la genial música, que luego supe era de Guy Bernard, recitando: “Y sobre esta
tierra nada crecía. Y todo allí era desolación, viento y sol. Y la Vida toda venía del mar. Y de
las bodas del mar y del sol nacía la sal sobre esta tierra. Un día unos hombres
desembarcaron sobre estas tierras áridas donde nada crecía, o era desolación,
viento y sol, y llamaron esta tierra Araya.”
Necesité
casi una década, después de esa sesión cinematográfica, para saciar esas ganas
que se me atornillaron de conocer aquellas inmaculadas pirámides de sal, de
escuchar directamente aquellas voces que me llegaban desde la pantalla con
innegables resonancias de Margarita,
tierra natal de Mercedes, mi madre.
Araya
forma parte del estado Sucre y está a menos de 300 kilómetros en
línea recta al este de Caracas. Aseguran que su denominación viene del vocablo
indígena haraia que traduce tierra de sal, término que los españoles
transcribieron como araya. Al decir
de los historiadores todo empezó entre 1499 y 1500, cuando Pedro Alonso Niño y
Cristóbal Guerra hicieron su viaje de rescate y reconocimiento de las costas
venezolanas y descubren “las salinas de la Punta de Araya”.
Sabemos gracias a Pablo Ojer que a
fines del siglo XVI. “La comisión más importante fue la confiada a un capitán
con doce soldados, 4 caciques y 300 indios para que fueran a las salinas de
Araya. En ocho días cargaron en 3 navíos más de 4.000 fanegas de sal, más de
2.000 arrobas de pescado seco, sin contar el pescado fresco que consumieron.
Serpa [Diego Fernández de Serpa] en persona pasó a Araya a tomar posesión de
aquella tierra “en nombre de la ciudad de Nueva Córdova” [Cumaná].”
Casi
un siglo después, llega allí el capitán holandés Daniel de Mujerol, quien dio inicio
a la explotación salinera de inmediato. Fue así como Holanda se apropió de nuestra
salina. Hay datos de aquellos tiempos que revelan que entre 1599 y 1604, por
Araya pasaron 456 barcos salineros y 35 barcos de rescate, movilizando un total
de 10.507 hombres en ese lapso. Es decir: en Araya mandaba Holanda.
Felipe
III, al parecer debidamente cabreado y hasta las narices de esa situación, ordena
a Bautista Antonelli –el más famoso ingeniero militar de la época que estuvo
activo en América– estudie y reconozca los alrededores de Araya, lo cual llevó
a cabo los días 19, 20 y 21 de junio de 1604. Desde Cumaná, el entonces
gobernador Diego Suárez de Amaya, informa a don Felipe III de la inspección en
carta del 10 de julio de 1604, donde escribió: “cuantos pasos dio Bautista
Antonelli de yo, siguiéndole de ordinario sin apartarme del un punto, como lo
dirá el mismo, pasando los dos excesivo trabajo de gran sol y fuego que salía
de la salina, que nos abrasaba, atollando en muchas partes de la hasta la rodilla,
demás del gran trabajo que Antonelli pasó en nivelarla, que por solo este
servicio merece que V.M. la haga una muy grande merced ….Fue Dios servido que
en tres días que estuvimos en la salina no hubiese urcas a la carga, que ha más
de un año que un solo día no la han dejado desocupada, que se puede atribuir á
milagro”.
En
diciembre de ese mismo año, Antonelli estaba en Madrid para presentar su
informe. Él había quedado impresionado con las dimensiones de la salina y en su
informe relata: “Es tanta la grandeza de esa salina y la muchedumbre de sal que
cría, que tengo por cierto que en el mundo no ha creado cosa tan espantosa
naturaleza, que es muy diferente haberla visto que oillo decir, que aunque
cargase doscientas urcas cada mes no la menguarían nada, porque dentro de
quince días se vuelve á cuajar otra tanta sal como la han sacado, y esto lo
causa que quitándole dos o tres capas de sal en agua, la cual sube hasta que
hinche el hoyo que le han hecho, y se convierte toda en sal blanca como un alabastro”.
No
será hasta 1622 que la Junta
de Guerra decrete la construcción de la Real
Fuerza de Santiago de Arroyo de Araya. En cuatro palabras: El
Castillo de Araya. Quien reinaba entonces era Felipe IV, y bajo la dirección de
Cristóbal Roda Antonelli se inician los trabajos de construcción. Entre
diciembre de 1622 y 1633, otro Antonelli, Juan Bautista –hijo de Bautista y
nieto de Cristóbal–, está al frente de las labores de fabricación del baluarte.
En
1650, el castillo contaba con una dotación de 200 hombres lo cual representaba
gastos de mantenimiento por 27.270 pesos anuales. En 1684 un terremoto daña las
estructuras de la fortificación. En 1720 la dotación de esas instalaciones
había subido a 246 hombres y los gastos a 31.293 pesos anuales. Estoy seguro
que si en Araya hubieran levantado una iglesia de similar tenor al de su
castillo, la catedral de Sevilla sería una pendejada a su lado.
En
1725 una tormenta anegó las salinas y las inutilizó: ese fue el comienzo del
ocaso del castillo. El 29 de julio de 1759, la corte española manifiesta lo
inútil de esta obra y solicita informes
acerca de su eventual demolición. El 27 de agosto de 1761, el gobernador de
Cumaná, José Dihuja Villagómez, apoya la opinión real de la demolición. Y en
1762, bajo el reinado de Carlos III fue volado el Castillo de Araya, para ello
emplearon 45 quintales de pólvora –2.070 kilogramos– a un costo de 4.640 pesos,
4 reales y 17 maravedíes. Esas ruinas son las que 198 años más tarde, el 31 de
octubre de 1960, en decreto publicado en la Gaceta Oficial 26.935, fueron
decretadas monumento nacional. Son las mismas que hoy exhiben supuestas
restauraciones llenas de remiendos y aplicaciones inapropiadas. Cada día se deterioran
más ante la ya familiar inercia nacional, que algún día verá desplomarse este
otrora Castillo de Araya…
Entre
uno y otro temporal la explotación salinera se restableció y fue el pivote
económico que permitió que en estos parajes desérticos se estableciera una
tenaz comunidad que los preñó de casas y pueblos. Así apareció Manicuare, cuna
del poeta Cruz Salmerón Acosta a quien la lepra obligó a recluirse en una casa
que le fabricó su familia en un rincón de su lar natal. Bien lo describió Juan
Santaella: “se le estaba cayendo la carne a pedazos y el alma a versos”.
Cruz Salmerón el del desgarrado soneto
Azul:
Azul de aquella cumbre tan lejana
hacia la cual mi pensamiento vuela,
bajo la paz azul de la mañana,
¡color que tantas cosas me revela!
Azul que del azul cielo emana,
y azul de este gran mar que me consuela,
mientras diviso en él la ilusión vana
de la visión del ala de una vela.
Azul de los paisajes abrileños,
triste azul de los líricos ensueños,
que no calman los íntimos hastíos.
Sólo me angustias cuando sufro antojos
de besar el azul de aquellos ojos
que nunca más contemplarán los míos.
A él honro con esta única foto en color.
Araya,
Araya, tierra dolorosa de gente hermosa. Aquí se afincaron Pablito Fuentes y
María Rosas Marcano a fabricar una preciosa historia de amor. Ellos se
escaparon de la casa de ella en La
Asunción , Margarita, y se instalaron entre el sol, el viento
y la mar a quererse a tiempo completo, y parieron su muchachera con orgullo; mientras
se ganaban la vida e inventaban formas de “traer algo de bien para estos mundos
olvidados”, como me llegó a decir el propio Pablito en su casa. Así fue como empezó a llevar gasolina en
tambores con su bote desde Cumaná hasta terminar instalando el expendio de
gasolina.
Como
ellos son centenares los “Arayeros” e hijos adoptivos que han labrado en este
puerto de abandonos un santuario de logros. Araya es territorio de triunfos, de
mujeres que siguen machacando la tierra con técnicas seculares para fabricar
sus cacharros de barro, de pescadores imperturbables y de muchachas capaces de
alterar con su mirada desparpajada hasta a un eremita.
© Alfredo Cedeño
8 comentarios:
Fenomenal. Nunca he tenido la oportunidad de estar en Araya pero siempre me ha fascinado lo que de ella he podido conocer. El contraste con su gemela Paria es completo. Esta sí la conozco y ahí estoy seguro de estuvo el Paraíso. Gracias.
Alejandro Moreno
Cuántos recuerdos! Araya de una soledad inolvidable, así como el calor y el aire escaso que se respira, en donde toda dureza se desvanece frente a sus colores intensos, dificiles de encontrar en otro lugar. Gracias por contarnos detalles de su historia y mostrarnos en imagenes sensaciones de Araya. Gracias Por ocuparte de un espacio a menudo olvidado y poco resaltado.
Monica
Y pensar que he estado en el estado Sucre y no se me ha ocurrido acercarme hasta allí. increíble nuestro país, lleno de sorpresas e historias, Gracias a Tí por brindarnos toda esta maravillosa informacion de historia y de costumbres de esos rincones olvidados por nuestros gobiernos ,pero no por Dios
Excelente y conmovedor trabajo sobre esta tierra tan agreste y a la vez maravillosa. Conozco Paria y Araya y he allí la maravilla de los contrastes tan cercanos.
Espectacular, impactante, maravillosas las imágenes. Mil gracias por compartir
Hermoso trabajo, como siempre, gracias por compartir letras e imagenes.
Dora.
Interesante historia de esta tierra en donde la vida toda venia del mar..
Estupendo trabajo lo felicito, muy pocos hijos de esta tierra le dedican a nutrirse de su historia y mejor más darla a conocerla fuera de sus límites. Me siento muy honrado viendo en su reporte una fotografía mi abuelo paterno Pablo Fuentes oriundo de Margarita, quien fue dueño de la estación de servicios (o conocida como "La bomba") ubicada en el sector Plaza Bolívar de Araya desde a inicios de los años 50.
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