Luego de pasar mi
niñez temprana en La Guaira, tres semanas antes de cumplir los nueve años,
llegué a vivir a mi querida y hoy maltratada Caraballeda. El ambiente casi rural le daba un aire
bucólico que nunca he agradecido suficientemente a mis padres, ya difuntos ambos, puesto que ese contexto fue determinante para
mi búsqueda vital devenida luego en manifestaciones creativas de todo tipo.
Con barnices de
recuerdos inmediatos, pese a los más de cincuenta años transcurridos, aún están
los colores, paisajes, sonidos y olores de aquellos días. La señora Pancha, una matrona desdentada y de
piel muy negra donde no cabía una arruga más, llenaba del perfume de sus
conservas de coco y papelón casi todos mis mañanas de sábado. Jóvita hacía cada
mañana una montaña de arepas y todos los niños y zagaletones acudíamos a
comprar las que en nuestras casas servirían de desayuno; y cada comienzo de
diciembre el aroma del guiso de sus hallacas inundaba medio pueblo anunciando
que ya ella estaba haciéndolas. La masa imponente y verde del amado Ávila casi
me rodeaba y me hacía lanzar miradas de gula lúbrica hacia el azul limpio del
mar Caribe.
Los sonidos no
tienen poco espacio en esas evocaciones. Los velorios de Cruz de Mayo, o los
velorios del Niño Jesús, bien de Curiepe o bien de El Clavo, que desde junio
comenzaban a recorrer todos los pueblos de la costa del litoral varguense para
que sus devotos les pagaran las promesas a ellos hechas ante cualquier trance
que ameritara la intervención divina, llenaban muchas noches de la dulce
melodía de fulías y décimas. Desde noviembre se oían por todos lados aguinaldos
y villancicos, cuando no era algún grupo de vecinos que en bullanguera
procesión andaban por las calles entonando cantos de parranda.
Al lado de estos
recuerdos semisacros están las mañanas de los sábados, era casi un rito oír
junto a mi abuela paterna, la imborrable
vieja Elvira, La Historia de las Canciones, que a las ocho de la mañana salían
al aire por Radio Rumbos. También están allí los templetes de carnaval en los
que al compás de La Sonora Matancera, Los Melódicos, Billo´s, Tito Rodríguez, Casino
de la Playa, Celia Cruz, y paremos de contar, los disfraces de negrita y de
cuanta máscara se puedan ustedes imaginar se dedicaban a dar rienda suelta a no
pocos desmanes.
En dicha
remembranza tiene especial lugar Clodomiro Guerra. Él era un negrazo imponente,
negro como la noche, a quien yo, renacuajo que ni al metro y medio llegaba,
asociaba con un príncipe africano. Él debía medir algo más de un metro ochenta.
Sus ademanes y voz eran proporcionalmente inversos a su porte, de una suavidad
extrema y ritmo aplomado. Nadie lo conocía en el pueblo por su nombre y vaya
Dios a saber por qué razón todos lo conocíamos como Masú. Yo, así como toda la
cuerda de mocosos que vivíamos en sus cercanías, nos dirigíamos a él como el
señor Masú. Este hombre trabajaba todos los días, incluidas las mañanas de los
sábados, día en que al mediodía se le veía llegar a su casa. Al poco tiempo se
escuchaba salir desde ella los pegajosos compases de numerosas canciones, él iba
colocando las negras ruedas de acetato en un portentonso tocadiscos Philco que él sacaba al patio trasero,
mientras se dedicaba a servirse amplias raciones de whisky con cada cambio de long
play.
Masú era un
admirador declarado de Daniel Santos, y a la mitad de la botella, generalmente alrededor
de las cinco de la tarde, era infaltable que colocara uno de sus discos con
canciones del compositor boricua Pedro Flores, y había una en particular que el
vecino acompañaba a viva voz tratando de imitar al cantante:
Perdón, vida de mi vida
perdón si es que te faltado
perdón cariñito amado
ángel adorado dame tu perdón.
Una tarde sabatina, con la torpeza propia del imprudente, le espeté: Señor
Masú, ¿por qué usted pide tanto perdón? Él, a todas luces sorprendido, me miró como
a un bicho raro, se quedó pensando un rato y después se rió mientras con gesto
algo torpe me sacudió por un hombro: “Alfredito, mijo, lo que pasa es que
perdonar no es olvidar, y muchas veces confundimos una cosa con la otra; cuando
canto esa canción me la estoy cantando a mí mismo para no olvidar que a veces
por perdonar se cae en lo injusto”.
Sabrá Dios qué
culpas o demonios lo atormentaban, y esa frase me resonó siempre, y cuando años
más tarde encontré, ya no recuerdo donde, de Shakespeare: “Nada envalentona
tanto al pecador como el perdón”, de inmediato la copié y mantengo anotada en diferentes
partes para siempre tenerla presente. Y junto a ella se me mantienen vivas las palabras
de Masú: “A veces por perdonar se cae en lo injusto”. Frases que me retumban cada vez que oigo a quienes
claman, cual Demóstenes ante la Asamblea de Atenas, por un perdón que cimiente
los nuevos tiempos de nuestro país. Junto a ellas, también me repica con persistente
impertinencia la pregunta: ¿Y, a todas
estas, dónde va a quedar la justicia?
© Alfredo Cedeño
5 comentarios:
Tu como siempre, me dejas con ganas de más... Leerte es encontrarte en cada palabra, pero hoy en particular dejasteis asomar unas cuantas lagrimas en aquellas que llaman, las ventanas del alma, gracias por ese hermoso regalo del Perón y de tu ausencia
Muy interesante tu artículo como siempre y muy emotivo recordando tu infancia y esa pregunta la cual nos la hacemos todos... cuándo y dónde está??? Abrazos querido Alfredo
Maria Grazia Mina
Emotivo y auténtico... Felicidades.
Este país está mal desde que comenzó la perdonadera masiva de todos los traidores, delincuentes, especialmente a los militares violadores de cuanta ley y juramento juraron cumplir y se envalentonaron y hoy están haciendo más de lo mismo pero peor.
Etanislao Vergara
La justicia base fundamental de cualquier DEMOCRACIA
Pedro Sanchez
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