Venezuela
es crisol y alambique, cacerola donde se ha cocinado y cocina la tan cacareada
identidad nacional –casal de palabras a cuya vera innumerables parásitos han
medrado y desarrollado sus feudos–, casa de mil rincones donde se puede encontrar
hasta lo que a uno no se le ha perdido.
Casi
500 kilómetros
en línea recta al suroeste de Caracas, en medio de las montañas andinas, pero
con un brazo extendido hasta el sur del algo de Maracaibo, está el estado
Mérida, una de las 24 regiones territoriales en las cuales está segmentado mi
país. Esta entidad federal cuenta con 11.300
km², que equivalen al 1.23% de nuestro espacio territorial y el pasado censo
revela que tiene 828.592 habitantes.
El
nombre le proviene de su capital, la cual se ha conocido con varias
denominaciones: Tatuy, Guazábara, El Realejo, Ranchería Vieja, Mérida,
Ranchería de San Juan de las Nieves, Ranchería de las Sierras Nevadas, Santiago
de los Caballeros. Los libros aseguran que el primer intento fundacional
ocurrió el 9 de octubre de 1558, por parte del expedicionario español Juan
Rodríguez Suárez, de Extremadura por más señas, y de cuya ciudad natal escribí
algunos años atrás (http://textosyfotos.blogspot.com/2008/01/mrida-espaa.html),
pero no será hasta el 12 de julio de 1559, cuando otro hispano, Juan de
Maldonado, realice la fundación definitiva en la ubicación actual.
En
cuanto estado Mérida surge el 23 de noviembre de 1863, cuando el entonces
presidente venezolano Juan Crisóstomo Falcón, emite el decreto que formaliza su
creación. En enero de 1868, junto con el
estado Táchira pasa a formar parte del estado Zulia, del cual se separa en
noviembre de 1869. En 1874, en una de las tantas genuflexiones que han
pretendido imponerle al país hacia los caudillos de turno, se le cambió el
nombre por el de estado Guzmán, en supuesto homenaje a Antonio Leocadio Guzmán,
padre del que en aquel momento era presidente venezolano.
Las
variantes nominales no cesaron allí, y fue así como en 1891, junto con Táchira
y Trujillo, formó el llamado Gran Estado Los Andes, división que duró hasta
1899 cuando disuelven el mentado gran estado. Hasta que finalmente en 1909
surge lo que hoy conocemos como el estado Mérida.
Como
bien pueden suponer esto es un muy ligero recuento de las fuentes historiales
merideñas, de las cuales puedo citar como breve ejemplo lo que a fines del
siglo XVI Juan de Castellanos en su Elegías
de Varones Ilustres de Indias escribió:
“Es la ciudad de Mérida postrera,
Do el dicho nuevo reino se
termina,
En saber tales nuevas la primera,
Ya la que por acá las encamina:”.
Cuando
cierro los ojos y evoco a Mérida la imagen que acude es una gruesa cobija de neblina
que cubre al hombre de la montaña cuando cae la tarde y que con él se levanta
para despedirse cuando el sol calienta. Páramos, nieve y picos
majestuosos. También calor apabullante
del lago como el que se siente en Nueva Bolivia, Muyapá, Agua Azul, Santa Clara
y Palmarito. Digo Mérida y nombro Timotes, Mucuchíes, Bailadores, Santa Cruz de
Mora, La Azulita ,
Santo Domingo, Canagua y Guaraque
Allí encontré
seculares casas de piedra y paja como las de Gavidia, zona de la cual escribí
el año pasado (http://textosyfotos.blogspot.com/2012/03/gavidia.html).
Anduve hasta Piñango entre piedras y tierra, entre siembras y ríos, desgarrando
nubes con la suave palabra de su gente, contemplando las murallas que terracean
la montaña tal y como las sabían fabricar los antiquísimos habitantes de las
cumbres.
Mérida es una
gran colcha de retazos, igual a aquellas que hacían nuestras abuelas, donde
cada trozo va encajando en el preciso lugar que le corresponde. En cada pequeño jirón, que se mira con
detenimiento, aparecen hadas y duendes,
historias que han ido cosiendo cada cuadro de tierra, que paulatinamente
fabricaron eso que ahora han dado por llamar “identidad cultural”, pero que para
el merideño es algo tan elemental como el pan nuestro de cada día.
Por
estas tierras Juan Félix Sánchez erigió sus predios y sus capillas, en un
devoto alarde de fe, capaz de generar envidia en Bernini. Igualmente aparecieron Mucuchíes y su San
Benito, el santo negro que un día migró a las escarpadas tierras para poder
estar más cerca del cielo.
Aquí
llegó a los 4 años Antonio Spinetti Dini, de su natal San Piero in Campo, en la Isla de Elba, Italia. Tonino,
tal como le llamaban, a trazar su gran obra poética que anunciaba sin pudores
su búsqueda de nuevas manera de expresarse:
Yo no quiero subir por los senderos
por donde tantos ya, han ascendido,
quiero pasar mi espíritu altanero
por un camino aún desconocido.
Montaña
y cielo se juntan... Y no se sabe dónde empieza uno y dónde termina la
otra. Azul de firmamento y azul de rocas
que debe haber usado el Creador como materia prima para templar el
espíritu de su gente. Y las palabras se enredan tratando de
explicar lo que sólo los ojos pueden entender tras horas, días, semanas, meses
y años de contemplación.
Esto
es Mérida: Un torbellino de pueblos, gente y parajes que sacian al más
exigente. Estrechos senderos que van
hacia más nunca y miradas que vienen del corazón llenas de asombro. Miradas que hacen entender que no se sabe
nada; miradas que abren en el alma una colección de sentimientos tan altos como los picos de las montañas. Amores que van sembrando en cada quien estos
recónditos e irrepetibles parajes.
Enormes tapias, con la blancura de los huesos, que sirven, más que para
resguardar, para abrirnos al sentimiento y generosidad del andino. Un pueblo lleno de ilusiones, que fabrica
futuros con la misma suavidad que cosecha las milenarias papas que los
Mucumbás, los Timotes, los Táribas, los Jajó, los Tabay y los Mucujún
cultivaban en las faldas de los cerros.
En
Chachopos dos ancianas hablan y ríen en una pequeña ventana, es domingo y la
ropa les huele a limpio y ramitos de albahaca.
En pico El Aguila, o a los pies del monumento a la Loca Luz Caraballo, son
los muchachos que piden “un bolivita”, cuando no un lápiz o un cuaderno. Por aquellos lados son unos barbechos que
revientan llenos de repollos, remolachas, nabos, cebollas, zanahorias,
alcachofas y toda la hortaliza que alguien se pueda imaginar. Por éstos son Laguna El Cristo, Laguna La Estrella , Laguna Negra,
Laguna Blanca y otras tantas rebosantes de truchas. Eternos frailejones que se adornan vistiendo
la yerma tierra; peludos burritos en los
que Platero resucita cada día. Y el silencio -ese mutis que sólo estas montañas
tienen-, que hace sentir que el mundo tiene muchas otras dimensiones, traslada
las almas para permitir comprender la manera de vivir y soñar de la gente de
estos lugares.
“Juan-María-Espinoza-un-servidor”,
dice la voz suave, casi a la carrerita, del cordillerano, cargada de la
proverbial gentileza de la gente de por estos lados. Y así como él también lo dicen Honoria,
Alipio, Josefa, Carlina, Rosario... Nombres resonantes y gestos donde los
Timoto-cuicas permanecen junto al ibérico.
Una Paradura de Niño Jesús donde hojitas de romero y pétalos de cayenas,
azucenas, nomeolvides, geranios y siemprevivas van cayendo sobre los que, de
hinojos, patentan su devoción al Hijo del Hombre. Una taza humeante de chocolate y una arepa
hecha del trigo que se cultivó en el huerto cercano, un trozo de queso ahumado
y mantequilla recién batida, un plato de pisca, un vaso de Díctamo Real, una
paledonia, una jícara llena de agua de
panela para calmar el sofoco, mistela, mute, palabras que van anunciando el
cotidiano acto eucarístico de esta gente, ante los muy prominentes altares que
el suelo ha hecho despegar de sí mismo.
Como
quien dice en lo más hondo de estas tierras, en Canaguá, nació la poetisa
Margarita Belandria, jurista y filósofa, a la que el espacio académico hace
malgastar su talento creativo. Ella es autora de estos versos:
Algo me convoca
a descifrar los presagios,
pero yo sólo conozco
los bramidos
de las calles descalzas.
En
Mérida nace el viento y el sol se duerme alborotado por un trago de miche. La luna chorrea aguamiel. Los niños salen cargados de ternura a pasear
entre ríos cristalinos. Y los ancianos,
sin saber lo que es languidecer, van macerando la sapiencia que sólo la montaña
sabe dar, para luego germinar de entre sus blancas barbas en historias, cuentos
y fábulas que dormirán a los nietos.
Pájaros y nieve, trigo y olores de calabazas tiernas, cobijas y nubes,
miles de cosas y una sola que, a fin de
cuentas, es lo que termina siendo la cordillera: La Paz hecha Tierra.
© Alfredo Cedeño
4 comentarios:
Buen día Alfredo, como siempre, excelente escrito y magníficas imágenes.
Elizabeth Frontado"
Gracias por esos hermosos blogspot, cada domingo disfruto un paraje o estado distinto, comentarios y análisis que conllevan a la profundidad de las fotos. Mis felicitaciones y Dios te bendiga por siempre.
Heriberta Aular de Castillo
Mi Mérida de mi juventud , alli estudie mi carrera, conoci mucha gente,otras costumbres y hasta otros alimentos ,supe lo que era añorar mi casa y disfrutar de la belleza de su paisaje y la quietud de su monte,disfrutar el frío que hiere tu piel y la combinación de colores que te brinda la tierra,mis mejores años los pase alli y fue feliz.ahora todo ha cambiado sin embargo el paisaje me sigue seduciendo. Gracias Alfredo por ayudar a traer esos recuerdos .
Muy interesante, amigo. Amena e instructiva narración-descripción, buenamente documentada.
Abrazos
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