Pasé la semana en estado de estupor.
Las imágenes del ataque a las iglesias nicaragüenses por parte de las pandillas
sandinistas eran de esperarse, más bien creo que se habían tardado mucho los
hampones de Ortega y Rosario en arremeter contra el clero. Lo insólito, lo
paralizante, lo inesperado, ha sido el silencio sepulcral del cura Bergoglio
desde Roma. Esa caricatura de pastor ha optado por el silencio alcahueta, y
nunca mejor empleado aquello de: El que calla otorga.
Otro episodio atroz ha sido el apuñalamiento
del escritor Salman Rushdie cuando iba a comenzar una conferencia en Chautauqua
en el estado de New York, espacio que se autodescribe como: “Comunidad de
artistas, educadores, pensadores, líderes religiosos y amigos dedicados a
explorar lo mejor de la humanidad.” Y en ese presunto espacio de las ideas un
energúmeno, atendiendo a la fatwa, del fatuo ayatolá Jomeini, del 14 de febrero
de 1989, le acuchilló 14 veces. Para dejar claro la responsabilidad de la
nación de embatolados, al día siguiente, uno de los principales diarios de esa
hoy tierra de barbarie, Kayhan, felicitó al atacante: “Bravo por este
hombre valiente y consciente del deber que atacó al apóstata y vicioso Salman
Rushdie.” De nuevo, no podía esperarse otra cosa de semejante fauna. Lo
lacerante ha sido el silencio de esa intelectualidad progresista que vive
clamando, al ritmo de escandalosos golpes de pecho, el derecho a la vida y el
respeto a las ideas. Más que alcahueta, ha sido un silencio cabrón el que han
guardado.
A diario llegan informaciones de las
penurias de los paisanos que atraviesan América Central, huyendo de los
círculos dantescos en que se ha convertido Venezuela. Mientras un grupo de
celestinos impresentables aparece por todos lados anunciando que Venezuela se
arregló. El cotarro oficialista aprovecha la simonía de tales “influencers” y
demás panegiristas tarifados para lavarse la cara y exigir respeto al “proceso
bolivariano”.
En medio de tanta desolación, de
tanta tristeza, de tanta impotencia, llega mi hermano, ese muchacho
imperecedero que es Aníbal Malavé, creador de una sensibilidad muy especial y
que vive haciéndome oír música de la buena. Esta vez me hace escuchar un disco
que me sacude de emociones desde sus primeros compases. Una pieza entera de
talento, del primero hasta el último acorde.
Redacto y, así como por no perder la
costumbre, hago uno de mis eternos desvaríos; pienso en la denominación “capital
musical de Venezuela”, y de la cual gusta Barquisimeto presumir. En esto quiero
pararme brevemente porque siempre me ha parecido un poco exagerado, aunque esto
despierte las pasiones chauvinistas de más de un larense exaltado. Ese título
fue acuñado en 1969 cuando se comenzó a realizar allí el llamado Festival de la
Voz de Oro de Barquisimeto. Los días 18 y 19 de enero, de ese año, se hizo el
primero de ellos y participaron artistas como Mirla Castellanos, Mayra Martí,
Rosa Virginia y Maria Teresa Chacín, Estelita del Llano, Nancy Ramos, Héctor
Cabrera, Felipe Pirela, Henry Stephen, Gimeno, Emilio Arvelo, José Luis
Rodríguez, Carlos Moreán, Héctor Murga y Alfredo Sadel. Ese evento nació en
medio de gran polémica porque el jurado premió a los concursantes en el
siguiente orden: primer lugar para Héctor Cabrera, segundo para Mirla
Castellanos y tercero Alfredo Sadel. Este último fue considerado, por Raimundo
y todo el mundo, como el verdadero ganador. Pero el jurado lo puso de tercero,
y tercero se quedó.
Hago esta reflexión porque al
escuchar este disco, Dice que vive, de Rafael Greco, me reafirmo en mi
opinión de que Maracaibo, es la verdadera capital musical de Venezuela.
Imposible mencionar a todos los grupos y artistas que han salido, y sigue
manando como el petróleo, de esa ciudad. Y de esa cantera inagotable viene
Greco. Un músico que ha ido labrando su huella con paciencia de artesano. Un
talento que embriaga. Escribo mientras oigo esta producción una y otra vez, van
pasando las piezas como gotas que caen a refrescar el alma. Cuesta decidirse
por una, cada cual tiene una magia particular. Letras y melodías son una red
muy tupida de la que es difícil salir. Llega a la décima canción, Una ilusión,
y el ritmo cadencioso, en esta ocasión digo hipnótico, de un guaguancó que
contiene aires de motete, es una pieza de tono ceremonial, ronda lo sacro, que
se alza limpia como esa aurora a la que menciona en sus primeras frases. La clave y los tambores, leo en el cuadernito
que acompaña esta producción, fueron tocados por el mago Luisito Quintero, el
mismísimo Chamito Candela, hasta elevarse como un himno.
Los versos:
Yo no tengo pie de concreto
ni barba de militar
soy una ilusión
que flota libre en el tiempo
un corazón que late, dice y vive,…
se convierten en mi cántico, en mi mantra a repetir ad
libitum: Yo no tengo pie de concreto, ni barba de militar, soy una ilusión
que flota libre en el tiempo…
Gracias, maestro Greco, por
remendarme el alma en momentos tan aciagos como este que ahora vivimos.
© Alfredo Cedeño
2 comentarios:
En tu vigoroso y valiente texto se retuercen de placer dos espantosos demonios nicaraguense y un papa que mira para otro lado cuando se trata de ultrajar a la iglesia. Un papa mudo, nefasto. Y hay otro texto que se refiere a lo que ocurre en la acera opuesta, la acera por donde caminamos los que te seguimos con atención cada domingo. y aprendemos a ser dignos.
Que logres enfrentar a dios y a los demonios en un solo artículo es algo que te enorgullece y permite que también nos sintamos todos orgullosos de ti y de tu escritura.
Rodolfo Izaguirre
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