sábado, julio 31, 2010

CATEDRAL DE MÉRIDA

Mi fascinación por los templos proviene de cuando Táriba era un poblado independiente y lejano de ese monstruo pantagruélico en que se ha convertido San Cristóbal, y que ha terminado tragándosela.

Años ha, en una oportunidad en que recorría el estado Táchira llegué un lunes de mañana a ver la fiesta que significaba el mercado taribero: todas las calles llenas de cualquier clase y tipo de hortalizas, frutas, flores y cacharro de barro, peltre o plástico. Después de andar y desandar aquella babel andina de objetos, y no teniendo donde más descansar, entré buscando reposo a la basílica de La Consolación.

En un lateral del templo alcancé a ver una señora de porte muy digno que llevaba casi a rastras a un mocoso de pantalones cortos y gruesos lentes que denunciaban su miopía. La mujer luego de arreglar su velo y sentar al niño a su lado se arrodilló y comenzó a bisbisear sus rezos; mientras su acompañante se deslizó hacia las velas que alumbraban el altar de San Caralampio. Al poco pude oír a la mujer decir con voz firme: Mire José Humberto, respete siquiera la memoria de monseñor Fernández Feo y deje de estar jugando con las velas que esos no son chochecos, ni siga poniendo el bubute cerca de la candela que le voy a dar y después sale de apatusquero que las turmas como que las tiene de adorno.

Por razones que no vienen ahora al caso, ayer viernes 30 de julio pasé en volandas por Mérida y ante su catedral no pude resistirme a entrar y robarle a Dios los gestos de su feligresía que, tal vez con la misma inocencia que alguna vez tuvo José Humberto, siguen llevando sus preces en medio de gestos que manifiestan su fe.






















jueves, julio 29, 2010

LECHUGAS PUDOROSAS

Son las cuatro de la mañana y el frío rueda montaña abajo. Plantas, animales y paisanos se rebullen con cuidado, tratan de no espantar el relente que los ampara. Es la hora en que la lechuga (Lactuca sativa) debe ser cosechada para que no se marchite.

Oswaldo y sus vecinos de La Joya, zona montañosa entre Valera y Mendoza Fría, se reúnen de madrugada y con la ayuda de mechurrios iluminan el barbecho donde van a cosechar doscientas cajas del delicado y arrugado vegetal.

La luz es apenas un reflejo que impide pisotear las sementeras. Las manos se mueven precisas: una palpa, y la toma con ruda delicadeza, mientras la otra con un ágil tajo la separa del surco. El ritmo es veloz, con cadencia de primavera, que las risas de estos hombres riegan incansables.

Así llega la mañana, el cielo prende sus luces y este cronista naufraga en asombros sin saber cómo seguir retratándolos. Apenas recordar el poema Cementerio Judío, del nunca bien llorado Federico García Lorca:

“Las alegres fiebres huyeron a las maromas de los barcos

y el judío empujó la verja con el pudor helado del interior de la lechuga.”






















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