jueves, septiembre 29, 2011

CLAVE DE SOL



Puse la cabeza bajo el filo de la montaña
y afiné mi violín sobre el pavimento de betún
con sombras afiladas de cánticos paganos
donde las culpas se llevan en procesión.

© Alfredo Cedeño

martes, septiembre 27, 2011

GRAJOS



Al borde de los encierros
un celaje de lutos inalcanzables
desgarró un minuto
con sus picos de garras menudas
sobre el follaje de septiembre.

© Alfredo Cedeño

domingo, septiembre 25, 2011

MINA EL POLACO



“En ese hueco que ves ahí, mi´jo, fue donde Barrabas encontró su diamante”, me dice, casi en un susurro, con tono reverencial, la voz bronca del hombre. La suavidad con que lo dice contrasta con su porte: el de aquel que está de vuelta hasta del infierno. Digo que al andar por las minas diamantíferas de El Polaco, al borde sur del estado Bolívar, en la orilla inferior de La Gran Sabana, puedes sentir que la vida es maniquea. Cielo e infierno aquí van de la mano.

Me he ganado, en justa y merecida faena, el aura de ser políticamente incorrecto. Confieso que me siento honrado de ello. Estoy convencido que los políticamente correctos han contribuido entusiasta y fervorosamente a convertir en un estercolero esta Tierra de Gracia. Prosigo el desvarío recordando un día al querido Chucho García que una tarde de encuentro veloz, a la vera del Metro de mi amada Caracas de mil tormentos, me dijo: “¡Tú lo que eres es un cimarrón!” Si ello es llamar cada cosa por su nombre, o el que yo creo que es, no me queda otro camino.

Escribo con relativo cuido, porque más de un cofrade conservacionista podrá saltar a exigir me cuelguen por las partes pudendas en la primera plaza Bolívar que se consiga a mano. Estoy que no duermo de la preocupación…

Escribí tres párrafos atrás que El Polaco es maniqueísmo vivo porque siempre se oye, lee y ve del daño ambiental que sus ocupantes prodigan en este espacio. Nada de lo que aportan. Estos yacimientos están ubicados a unos 40 kilómetros en línea recta al oeste de Santa Elena de Uairén. Esto se traduce en dos horas largas de rodar por trochas que amenazan la integridad de cualesquieras nalgas, por más voluminosa sea su conformación, que lleven a cabo ese recorrido. Pero, ojo, llegar allá es una fiesta a la vista que hace olvidar cualquier incomodidad. Hasta de la ladilla de los soldados y guardias que te quieren averiguar incluso la talla de la ropa interior.

Aunado al esplendor del paisaje, roto cuando se comienza a bajar al ver la ranchería donde se guarecen los mineros artesanales, la silueta del Paray tepuy se columbra como mudo centinela y testigo de las fortunas y miserias que aquí se han vivido, se viven, se vivirán.

Al entrar en el campamento un manto de solidaridad brota de las covachas cuando uno de ellos avisa que vienen bajando unos soldados hacia el campamento. “Seguro que quieren atajar al amigo, llévenlo por atrás”, ordena uno cualquiera. Aquí las decisiones se toman al ritmo de las necesidades. Lo obedecen de inmediato. Un laberinto de callejones se abre cómplice y atravesamos todo en un santiamén, caemos en medio de la selva. “¡Qué le echen bolas y nos encuentren ahora!”, dice el muchacho que me guía mientras suelta una carcajada silente.

Las caras de estos hombres de gestos y mirada sin miedo hacen pensar en niños que juegan, pero con la certeza de que cualquier error se paga caro, hasta con la vida. En un riachuelo dos criaturas juegan sin pararle la más minima bola a lo que ocurre a su alrededor. Llegamos a una cortina de árboles que apenas cruzarla muestra un suelo cuajado de hoyos de distintos diámetros y profundidades. En todos hay hombres que semejan topos con barras, picos y palas en mano. Están sacando arena que luego van a “lavar” con la suruca –especie de gran colador–, y con el agua hasta las pantorrillas, rogando que aparezca algún diamante que compense las jornadas.

“Aquí es domingo cuando nos aparece una piedrita; que ya la debemos, porque hay que pagar la comida en la bodega, las cervecitas que nos hemos tomado, y si uno se ha dado una vuelta con alguna de las “muchachas” –eufemismo con que denominan a las prostitutas– pues hay que pagarles; y siempre hay que tratar de guardar algo, pá cuando no sale nada. Que es casi siempre...”

Una mujer oye y sigue lavando la arena que su marido sacó de un hueco de 20 metros. No supe cuando soltó la suruca, se acerca y dice: “¿Daño? ¿Hago daño por ganarme la vida? ¡Qué sabroso se habla cuando no hay que joderse para ganarse el pan; a mi que no me escarben la lengua que la tengo quieta, pero que vengan a darnos de comer y beber y vestir, después discuto eso del ambiente”. Su esposo la abraza y con gesto desenfadado lleno de ternura y orgullo se le plantan a la cámara.

Llega un niño a avisar que los guardias se fueron y volvemos al “pueblo”, es cuando me enseñan el sitio donde Barrabás, nombre con que pasó a la posteridad Jaime Teófilo Hudson, encontró en octubre de 1942 el célebre diamante Libertador que midió 2,43 centímetros de ancho, 3 de largo y 154 quilates brutos. 63.000 dólares le dieron, y luego se los echó al goce junto a sus socios Tambara y el indio Solano. De todo aquello sólo quedó como santuario minero un socavón lleno de agua estancada y centro de abastecimiento permanente de zancudos con su cargamento de paludismo para el área…

“Sólo se quejan de nosotros, pero nadie ve que estamos haciendo patria”. Suelta sin anestesia uno de estos hombres. “¿Qué quieren? ¿Nos vamos y le dejamos la puerta abierta a los garimpeiros para que acaben con lo que nos queda de frontera? ¿Ellos si se pueden llevar hasta la ultima grama de oro, hasta la última piedrita y nosotros no?”

Debo señalar que El Polaco está a menos de 20 kilómetros en línea recta de esa nación novelera –por aquello de su constante, y buena, producción de teledramáticos- y terrófago insaciable que se llama Brasil.

Cae la tarde y es hora de volver a Santa Elena, el Toyota ataca la cuesta que nos sacará a la carretera. En la orilla derecha del camino, a la sombra de unos árboles, una parihuela reposa entre los troncos. Me adivinan la mirada y acotan: “hasta aquí pudimos llegar con el tuerto Eduardo la semana pasada, no se fijó bien y por el lado del ojo malo lo jodió una cuaima concha e´ piña allá arriba de aquel otro lado del cerro y tardaron día y medio en llegar. Es que aquí no hay descuido que valga.”

© Alfredo Cedeño























jueves, septiembre 22, 2011

SANARE



En estos campos de Dios no hay yerros
sólo capillas vacías con puertas color cielo,
el tiempo es para las faenas infinitas
de una tierra que hace sudar hasta las uñas,
el pecar es una fiesta que se gana el cuerpo
con esfuerzos tan puros que lleva la absolución a cuestas.

© Alfredo Cedeño

martes, septiembre 20, 2011

MAR ROJO



La palma se desangró convulsa sobre la tarde
mientras un tropel de olas regó sus espumas
por las orillas sincopadas de sus cogollos…
Esta tierra de gracias infinitas nos mece suave
y dulce como gorjeos de una canción de lluvias
que va enchumbando la vida y retoña altanera.

© Alfredo Cedeño

domingo, septiembre 18, 2011

CUBAGUA



De esta isla sólo se puede escribir desde la alucinación. Uno recorre sus ruinas y las calles de otrora relumbran pavimentadas de nácar. Camino por entre esta devastación y me envuelven las fantasías escuchadas a mi madre, tías y ancianos, sobre Cuagua, que no Cubagua, como luego bautizaron este espacio, que en las mañanas me mostraban desde Punta de Piedras, como un reflejo perdido del horizonte.

Todos me repetían sin variar: “De ahí salió la salvación de la corona española, ¡en el siglo XVI!, porque hoy cualquiera la salva, y nos pagaron poniéndonos nombre de perla, ¡buen pago nos hicieron esos vergajos!”

(¿Ahora entienden de donde me viene lo mal hablado? Mi abuela paterna, la difunta Elvira, decía: lo que se hereda no se hurta.)

Ahora bien, desplantes y maledicencias aparte, debo explicar que estos 24 km², que hoy forman parte del estado Nueva Esparta, han sido la cuna de muchísimas más cosas de las que muchos suponen o saben.

Aquí estuvo Nueva Cádiz de Cubagua, la primera ciudad en ser fundada en Venezuela y Suramérica. Aquí se llevó a cabo –y ahora saltan y me crucifican, o pretenden capar los defensores de los derechos animales o la liga contra la crueldad animal en la Colonia– la primera corrida de toros en el Nuevo Mundo; corría el año de 1527 y la realizaron para celebrar el nacimiento del Felipe II. Mi padre, que tampoco solía quedarse atrás, decía que seguro lo que habían hecho era una corrida de chivos, o quien sabe si de perros con mal de rabia. En esas honduras historiográficas no me sumerjo.

Los fabuladores documentados que elaboran la historia aseguran que finalizaba el siglo XV, corriendo el año de 1498, cuando Cristóbal Colon, durante su tercer viaje avistó a los naturales portando perlas como adornos relampagueantes que hacían filigranas sobre sus pieles cobrizas. Algunos historiadores, como es el caso de Juan Manzano Manzano, aseguran que fueron estos adornos los que causaron la caída en desgracia del almirante.

Dice Manzano que Colón en realidad había llegado a estos predios en 1494 y había guardado en secreto sus hallazgos, pero que no tuvo más remedio que darlos a conocer en su siguiente jornada de navegación. Manzano, al referirse a los supuestos hechos poco honestos del descubridor, escribe textualmente: "Retuvo para sí las perlas rescatadas en Cumaná y en la Margarita". Abunda el historiador en que ésta fue la razón por la cual el genovés fue hecho prisionero y enviado a España al final de su tercer viaje, cuando llegó a La Española, ya que las majestades católicas habían recibido información sobre el viaje secreto, así como del hallazgo de las perlas.

El primer poeta del que se haya tenido noticias en nuestras tierras fue el sevillano Juan de Castellanos; quien en su Elegías de varones ilustres de Indias escribió:

La isla de Cubagua nos enseña
Este natural cambio claramente,
La cual aunque es estéril y pequeña,
Sin recurso de río ni de fuente,
Sin árbol y sin rama para leña
Sino cardos y espinas solamente;
Sus faltas enmendó naturaleza
Con una prosperísima riqueza.


Lo cierto es que para 1510, en lo que hoy conocemos como Latinoamérica, los conquistadores españoles todavía no habían fundado ninguna ciudad, sin embargo, ya en ese año existía un Cabildo y había Regidores Reales en la pomposa explotación perlífera. En realidad, lo que había era una ranchería de precarias construcciones en las que se resguardaban del sol inclemente que siempre ha dominado en la zona.

Se sabe que en 1521 existía allí una serie de construcciones de dimensiones respetables y en 1528 se establece la entonces llamada Nueva Cádiz de Cubagua. De aquellos días dejó escrito Castellanos:

Hay fiestas, regocijos, hay torneos,
Con muchos cortesanos ejercicios:
Hay damas, hay galanes, hay paseos,
Engrandécense mas los edificios;
En isla tan estéril é inamena
Nunca jamás se vió mesa tan llena.

Cuanto mas el ostial se frecuentaba
Tanto mayor riqueza descubría,
Si prosperidad hoy representaba
Mañana mas grandeza prometia:
La pesqueria se multiplicaba,
La gente y el contrato mas crecia,
Con cuya grosedad y multiplico
Quien mas pobre llegó salió muy rico.

Hoy, cinco siglos más tarde, sobre su áspera superficie, el centelleo de las conchas recibe al visitante, y bajo las aguas de su punta este se puede ver las columnatas de la que una vez fue la Wall Street de aquellos tiempos. Fue allí donde Enrique Bernardo Núñez ambientó su novela homónima, la cual es precursora de la literatura de lo real maravilloso. Así dice Núñez: “Pero con el sol los recuerdos inoportunos desaparecen. El mundo es hermoso y sólo ella existe. Venus asciende hasta la luna. Tendido en la arena, Leiziaga se olvida del petróleo, de los tesoros sepultados en Cubagua, …”

Siempre embarco de regreso desde Cubagua alucinado, conmovido por la grandeza que hemos sepultado inmisericordes. Siempre, siempre, siempre, mantengo entre los privilegios de mi vida el poder jactarme de haber andado por este pueblo donde sobreviven sus preciosas calles de nácar. Un suelo hecho cielo donde las estrellas bajan a dormir mientras se asolean y se cargan de luz…

© Alfredo Cedeño




















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