Los políticos latinoamericanos
en general cargan con la fama, bien ganada en la mayoría de las veces, de demagogos
y charlatanes que suelen prometer hasta las cien mil vírgenes que ofrecen los
embatolados del Medio Oriente a sus fieles. Poco importa que los resultados
llamados macroeconómicos demuestren que su gestión, cuando desempeñan cargos
públicos, haya sido exitosa. Fue el caso
del ex presidente ecuatoriano Rodrigo Borja cuyo gobierno no satisfizo las
expectativas que había generado en su campaña electoral; sin embargo al
finalizar su mandato de cuatro años, en 1996, Ecuador había incrementado su PIB
en 10.9%, y la inflación se ubicó en 48%, lo cual representaba una disminución
de 27 puntos porcentuales respecto a su año inaugural en funciones de mando.
Pese a los denuestos
recibidos este hombre se refugió en el mundo de la investigación, mientras su
paisano, infinitamente más recordado por sus dotes de bufón, Abdalá Bucaram Ortiz, se dedicaba a hacer de
las suyas. Borja se dedicó a construir en dos tomos y 2.072 páginas su Enciclopedia de la Política, que editó a
fines de la década de los 90 el Fondo de Cultura Económica. Son casi dos mil
entradas las que este hombre recopiló. Y allí encuentro hoy la descripción que a
menudo oímos o leemos cuando de posiciones encontradas hablamos y que se
categorizan de maniqueísmo. Escribe Borja: “Es una polarización de la realidad
que suprime los matices y que prescinde de la complejidad dialéctica de las
cosas. Es la tendencia a dividir a las personas, las ideas y las realidades en
dos grandes grupos: los buenos y los malos.”
Gracias a aquel
viejo condicionamiento de no conformarse con una sola opinión, decidí recurrir al
honorable mataburros de la Real Academia
de la Lengua Española y allí encontré que dicha palabra tiene dos acepciones.
La primera deja asentado: “1. m. Religión sincrética fundada por el persa Manes
en el siglo III, que admitía dos principios creadores en constante conflicto:
el bien y el mal”. En cuanto a la segunda abunda que se usa en sentido
peyorativo y lo define así: “Tendencia a reducir la realidad a una oposición
radical entre lo bueno y lo malo”.
Por aquello de ir
desglosando lo que se aprende, ahondé en la descripción que abre dicha entrada,
y resulta que, en cuanto opción religiosa, el maniqueísmo fue uno de los credos
más extendidos por el mundo durante el siglo IV de nuestra era. Fue la primera
religión existente en presentar el llamado dualismo, doctrina que descansaba en
la existencia de dos principios supremos: el bien y el mal. A sus feligreses sólo se les exigía conocimiento,
aprendizaje y educación para poder alcanzar la salvación. Los amigos historiadores afirman que fue
fundada cerca del año 240 de nuestra era por parte del autodenominado último
profeta Mani, o Manes como gusta de escribir el texto de la DRAE, y de allí el
nombre de la doctrina, quien era heredero de una familia judía del Imperio
Parto, lo que hoy en día es Irán.
Manes, o Mani, en sus prédicas afirmaba que todos
los grandes pensadores de la historia, verbi gratia: Noé, Abraham, Nikotheos,
Henoc, Zoroastro, Hermes, Platón, Buda o Jesús, habían sido profetas de un
mismo Dios, cuyo fin en la tierra había sido difundir el conocimiento. Samuel
George Frederick Brandon en su Diccionario
de religiones comparadas afirma: “El sistema de Mani posee un tono
sincretista en general, aunque básicamente procede del dualismo zoroastrista
del conflicto cósmico entre la luz y las tinieblas. Este dualismo se refleja en
una doctrina de corte gnóstico acerca del hombre”.
Las crónicas muestran que su expansión fue una de
las más veloces de la historia de las religiones, y logró en sólo dos siglos ser
una de las más extendidas. Eso hizo que en el Imperio Persa los zoroastristas,
así como en el Imperio Romano los cristianos, empezaran a ver con natural
reconcomio a esta versión tritosecular de la salvación eterna, lo cual
desembocó en una comandita de ambos grupos que presionaron a los gobiernos civiles
de sus respectivas regiones dando origen a inclementes persecuciones en el
siglo IV. El apogeo del acoso llegó con un decreto del emperador romano
Teodosio I condenando a muerte a todos los maniqueístas, esto fue nueve años
antes de que declarara al cristianismo como única religión del imperio.
Larga fue la sucesión de vicisitudes que padecieron
sus seguidores, gente que defendía la no violencia, la libertad de pensamiento
y el no luchar para imponer sus creencias. Estas últimas pueden ser mega
comprimidas en su creencia a pies juntillas en la eterna lucha entre los
principios opuestos e irreductibles el Bien y el Mal, asociados a la Luz y a las
Tinieblas, por lo que creían que el espíritu del hombre es de Dios pero el
cuerpo del hombre es del demonio.
Les juro que al llegar a este punto en mí se produjo una verdadera Epifanía, y por fin alcanzo
a entender a nuestros denostados políticos. ¡Son maniqueístas! Ellos en su espíritu
son, tal como diría un amigo oriundo de Maracaibo, la pepa del queso; pero es su
cuerpo, en este oscuro plano terrenal, el que los hace pasto del demonio y los
lleva a incurrir en la serie de pendejadas que no se cansan de cometer.
© Alfredo Cedeño
1 comentario:
Muy peculiar tu caracterización de hoy. Creo que te viene de lo difícil que es entender como racionales ciertas conductas políticas. De nuevo, mi mejor abrazo.
Alejandro Moreno
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