miércoles, septiembre 04, 2019

LA FORTALEZA DEL LLANTO


                 Lloramos y limpiamos, las lágrimas suelen provocar largas duchas que sanan, a veces se logran convertir en tempestad que arrasa hasta los cimientos de las mejores fortalezas. Tal vez a ello se deba que el llanto se haya tratado de vincular a la debilidad, se ha jugado a disminuirlo a través del verbo, han tratado en vano de aplicar chapuceramente aquello de que lo que no se nombra no existe.  ¡Ay George Steiner!
                El arrojo, la dureza, la imperturbabilidad, y demás zarandajas por el estilo, llevan largo tiempo en fervorosa promoción. No hay nada más majestuoso que la no manifestación de la supuesta debilidad que representa el llanto. Nos han llenado de frases, refranes y retruécanos en referencia a ello.  Por siglos se han repetido las supuestas palabras dirigidas por la sultana Aixa a su hijo Boadbil el Chico, último rey islámico de Granada, quien, el dos de enero de 1492,  lloraba desconsoladamente luego de entregar a los Reyes Católicos las llaves de la Alhambra: “Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre”. La verdad es que la citada cita fue obra de la mente algo calenturienta del cura Juan Velázquez de Echeverría, quien escribió a fines del siglo XVIII la obra Los paseos de Granada, donde incrustó dichas palabras. 
                ¿Quién no oyó en infinidad de oportunidades aquello de: ¡Los hombres no lloran!? Comenzaba la década de los 70 del siglo pasado y Caracas era la misma comarca de siempre llena de pretensiones cosmopolitas. Una clase media ilustrada que presumía de su roce mundano todavía trataba de entender lo que había significado el Mayo francés, otros se ufanaban de sus vínculos con el mundo hippie, y juraban haber estado en la comuna de Hog Farm o asistido al mismísimo concierto de Woodstock en Bethel. La euforia por la indagación emocional estaba en pleno apogeo. Eran días en los que Eric Berne y Thomas Anthony Harris eran los héroes de rigor de nuestra clase ilustrada. Quien no había leído Los juegos en que participamos o Yo estoy bien, tú estás bien, no era nadie. Aquel que no dejaba caer en medio de una conversación cualquiera, así fuera sobre un partido Caracas-Magallanes, alguna frasecita vinculada al Análisis Transaccional era algo así como un ectoplasma. Era mandatorio citar a Juan Salvador Gaviota o defender con uñas y dientes a El Principito.
                En medio de esa tormenta medio psicótica y algo esquizofrénica abundaban las experiencias de los grupos de autoconocimiento, terapias de todo orden y concierto, así como experimentaciones de diverso tenor. No me pregunten cómo, pero en enero de 1973 me vi invitado a participar en la Primera Experiencia de Vida en Grupo que el cura jesuita Miguel Matos llevó a cabo en la sede del Noviciado de su orden religiosa, en La Pastora, entre las esquinas de Santa Ana y Coromoto. Recuerdo al propio Matos, a Iñaki Huarte, entonces maestro de novicios y de sabiduría infinita, a Mario García y Santiago Arconada, entonces novicios, al queridísimo José Gregorio Palacios, ahora psicólogo y cumanés por decisión, a Rubén Loaiza, Cristóbal Casado, Juan de Dios, Iván Mejías, y otros que se me desvanecen.  Como bien han de suponer la feria de emociones en que vivíamos sumergidos era inacabable. 
                El desayuno era frugal y veloz, todos salíamos a clases, o a trabajar, tratábamos de regresar al mediodía, pero a la hora de la cena si era infaltable que todos estuviéramos allí. Luego de la misa de rigor y la comida venían las actividades grupales. Eran conversaciones, reflexiones, discusiones, que se convertían en auténticos vendavales emocionales. Confieso que ahora me pregunto si quienes fungían como “facilitadores” de esas jornadas estaban conscientes de los riesgos que corríamos. Lo cierto es que los episodios de llanto eran comunes, yo solía llevar el estandarte, y recuerdo con nitidez a Matos, con gesto irónico, zanjando la situación con un: Empezó la Magdalena.
                Varios años más tarde, al leer una biografía del fundador de la orden Jesuítica me encontré una referencia a las ¡lloraderas de  San Ignacio! Resulta que el que había sido hombre de armas tomar, de porte galante y éxito entre las damas, al punto que se habla de por lo menos una hija: María Villareal de Loyola, en su época religiosa mostraba con largueza sus efluvios oculares. Hay quienes hablan de la gracia del llanto, “concedida a San Ignacio con suprema largueza como manifestación somática de la magnitud y exquisita virtualidad del Amor Divino”.    Y por supuesto que la gran pregunta que me hice, y me hago, ¿por qué se nos comparaba a los que llorábamos con la Magdalena y no con San Ignacio?
                Afortunadamente aprendí a no dejar de llorar y a seguir emocionándome a más no poder. Lloro cada vez que mi hijo tropieza y se lastima el alma, lo hago cuando me entero, por ejemplo, de que la querida Ana María Matute, la de Paraguachí no la catalana, saldrá con bien de la mala jugada de sus pulmones. No puedo dejar de hacerlo cuando veo alguna película como el remake del Rey León, o al recordar lo que mi país fue y lo que es.  Lloro hasta quedar agotado cuando veo los atropellos infinitos contra nuestra gente. Es llanto de rabia e impotencia, pero hay momentos en que es de esperanza, de larga seguridad y confianza en que volveremos a celebrar lo que hemos seguido siendo. Tengo la muy feroz certeza de que lloraremos juntos de profunda felicidad.

© Alfredo Cedeño


3 comentarios:

Anónimo dijo...

LLoraremos, Alfredo, con el favor de Dios.

Javier Moreno

evelyndcs dijo...

Y lloraremos cuando volvamos abrazarnos en persona y no a través de las redes...

evelyndcs dijo...

Y lloraremos cuando volvamos abrazarnos en persona y no a través de las redes...

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