Hace varios días
se viene hablando, particularmente en las redes sociales, sobre el “escrache” al
que han sometido a algunos representantes de la oligarquía roja, o a sus
descendientes, en diferentes sitios de Venezuela así como en varias localidades
extrafronteras como Miami, Madrid, Australia, Suiza, México y muchos otros
lugares.
No está de más informar que el término ha sido
utilizado en Argentina, Uruguay, Paraguay y España para denominar a determinadas
actividades en las cuales un grupo de activistas acude al hogar, o sitio de
empleo de algún fulano al cual se quiere denunciar. El Diccionario del Habla de
los Argentinos, de la Academia Argentina de Letras, lo define como “denuncia
popular en contra de personas acusadas de violaciones a los derechos humanos o
de corrupción, que se realiza mediante actos tales como sentadas, cánticos o
pintadas, frente a su domicilio particular o en lugares públicos”. Algo de eso
es lo que hemos venido viendo de manera semiclandestina, ya que pocos –y
honrosos– medios venezolanos han informado adecuadamente al respecto.
La temida autocensura es hasta cierto punto
entendible en aquellos en que en el más rancio y crudo sentido de los negocios
no quieren arriesgar sus inversiones en el campo mediático. Tristes tiempos
estos en los que la información es una mercancía a la que no se quiere exponer
a embargo oficial. Lo que es duro de digerir es que “comunicadores” y “políticos”
se alcen con altisonantes golpes de pecho para condenar dichas prácticas por
respeto a las familias de los afectados.
¿Cómo se puede reprobar a quiénes manifiestan su
rabia e impotencia ante los que les robaron su país y ahora quieren gozar de lo
robado con inmunidad e impunidad en territorios imperiales? ¿Cómo compensar la
amarga tristeza de quienes no pueden despertarse cada día viendo su icónico
Ávila? ¿Quién paga por el dolor de llevar ya años sin poder contemplar el cielo
intenso de enero en Venezuela? ¿Cómo pedir a quienes lloran a menudo cuando
evocan país, amigos, calles y familia que permanezcan impávidos ante quienes
fueron sus verdugos?
Por lo visto hay algunos que prefieren sentirse
cual Gilberto Correa animando una de aquellas multitudinarias bailantas que saturaban
las principales avenidas caraqueñas. Más de una docena hay de quienes quisieran
aparecer cual Rafael Orozco entonando desde una grúa telescópica el Chan-cun-chá y animando a la asistencia
a que se apechuguen en medio de las nubes de gases lacrimógenos. ¿Será que
también necesitan un Joaquín Rivera?
© Alfredo Cedeño