Muchas veces me río solo cuando leo
las soflamas de ciertos eruditos en honor a la literatura o la historia. Estoy
convencido de que en realidad no hacen más que defender sus parcelas, lucirse
como “expertos” en una u otra disciplina arroja dividendos. Desde viajes y
recursos para congresos e “investigaciones”, así como cuanto tipo de eventos
cualquiera pueda suponer, son parte de los dividendos que arrojan tales
actitudes. La hilaridad que me producen dichas proclamas tal vez provenga del
privilegio que he tenido en la vida de vivir una y otra, lo cual me hace ver
como algo perfectamente natural lo que para los estudiosos de tales áreas es
motivo de asombro.
En el caso de lo histórico me tocó
oír desde niño que había nacido en Caracas y, con gesto pomposo lleno de no
escaso orgullo decía mi padre, bautizado en la catedral, en todo el frente de
la plaza Bolívar. No fueron pocas las veces que me llevó a dicho templo a
mostrarme la pila bautismal mientras me decía: Aquí te sacamos el diablo,
carajito.
Luego nos mudamos a La Guaira donde
vivíamos al frente del polvorín en el viejo fuerte de San Pablo, que era donde
las fuerzas españolas almacenaban pólvora, municiones y artillería. La primera
construcción de esas instalaciones data de 1590, cuando fue ordenada su
fabricación por parte de Diego de Osorio y Villegas; la construcción actual
data de 1760. Lo cierto es que, hasta mediados de los años 70 del pasado siglo,
esa edificación había sido tomada por Dominguito, un señor cuyo apellido no
logro recordar. Al frente había construido su casa e instalado una bodega en la
que vendía refrescos, cervezas y chucherías; mientras que en la explanada sur
del recinto había instalado un patio de bolas criollas, donde acudían la población masculina de los alrededores,
mi padre, por supuesto, era uno de ellos.
Era común que mientras los adultos bebían cervezas y lanzaban las bolas
y discutían y bochaban y todo lo demás, los pequeños nos internábamos en la
estructura abandonada. ¡El cuarto de los tesoros! Allí había viejas espadas y cascos de los
conquistadores, pistolones, arcabuces, cualquier cosa que la mente febril de
cualquier niño podía imaginar. Eran nuestros juguetes y nos sentíamos Ordaz, Osorio
o Lozada.
Más tarde nos trasladamos a
Caraballeda, población diminuta y de una profunda conciencia de su origen. A
más de uno de sus viejos habitantes le escuché narrar con inocultable orgullo
que había sido fundada por Francisco Fajardo el 18 de noviembre de 1560, “casi
siete años antes que Caracas, ¡una pelusa!” Allí iba a misa en la iglesia de
Nuestra Señora de la Candelaria, que había sido erigida en 1578. ¡Y también fue
tema de las pinturas de Armando Reverón! Uso estos ejemplos, por citar solo
tres y les juro que podría seguir citando muchos más, para explicar por qué
para mí la historia no es un objeto de estudio, es parte de mí, la he vivido.
En cuanto a lo literario me pasa no
poco menos. Oigo disertar sobre lo real maravilloso o el realismo mágico, o leo
algunos de los sesudos análisis que abordan dichos tópicos, y no puedo evitar
preguntarme si estarán hablando o escribiendo en serio tan abundantes muestras
de sapiencia. A ver, ¿cómo hace uno para
asombrarse ante lo que ha sido cotidiano en la vida de uno? He dicho, digo y diré que toda la
parafernalia hermenéutica y retórica que se expande sobre nuestra literatura
viene de la incapacidad de ver que hace asombrar a aquellos que leen a los
cronistas. Todos nuestros creadores literarios lo que han hecho es recoger lo
que pasa a nuestro alrededor, es decir han hecho crónicas de lo acontecido en
su tiempo, o han jugado con ellos, o han investigado en nuestras fuentes
histéricas. No logro recordar, ni
encontrar en mis fichas, la relación que hizo siglos atrás un misionero sobre
la abundancia y fortaleza de las hormigas en los alrededores de la Laguna de
Unare, estado Anzoátegui, al punto de haber sido capaces de trasladar en solo
una noche, una iglesia completa a varias leguas de su ubicación original.
Y si de episodios tragicómicos hablamos
me viene a la memoria un incidente que viví en mi casa paterna de Caraballeda,
y les juro por quien quieran que esto ocurrió tal como voy a escribirlo a
continuación. Había una vecina cuyo hijo mayor se dedicó a la cría de gallos de
pelea, pero en aquel pueblo donde todos nos conocíamos y cuidábamos no se
guardaban ciertas normas de convivencia mínima. Fue así como el criador quiso
convertir a toda la cuadra en un gigantesco criadero y las aves paseaban a su
real albedrío por todas partes, lo mismo se metían en un cuarto que se
encaramaban en un televisor o picoteaban a un gato. En medio de ese escenario
dos mujeres de una de las familias parieron casi a la vez, y en la sala de su
casa instalaron las cunas de los recién nacidos. Los pollos combativos agarraron
por subirse a la cabecera de las cunas y soltar sus cantos a todo meter, con el
natural sobresalto de los bebés, así como de los otros habitantes y de los
vecinos. Puedo dar testimonio de que cantaban con una potencia que a veces
hacía pensar que cargaban un megáfono en el pico. El jefe de la casa, un hombre de parsimonia
legendaria en toda Caraballeda, habló con sus vecinos y les pidió que por favor
recogieran sus animalitos, caso omiso, los benditos animales continuaron
echando vainas por todos lados, despertando a las dos criaturas y alborotando a
todo el vecindario. Los bicharracos
acostumbraban dormir en una mata de níspero que había en un lado de su
vivienda; así que ante la falta de acción la esposa del émulo de Job esperó a
uno de sus hijos y a medianoche, sin sonido alguno, agarraron a los avechuchos
y los metieron en un saco. Al día siguiente ella fue por todas las casas
vecinas repartiendo una sopa de pollo que le había sobrado. Y todos comimos, y
todos alabamos la generosa repartición de sancocho. Mientras tanto el dueño de
los Rambo emplumados, con la ayuda de su mamá, llegaron hasta la orilla del río
San Julián buscando y preguntando si alguien había visto unos gallos de
pelea. ¿Qué me dicen?, ¿realismo
mágico?, ¿real maravilloso?
Tal vez esa incapacidad de entender
sin mucha faramalla lo que nos rodea, o la habilidad de adornar con verborrea
flamígera lo cotidiano es lo que nos pueda hacer entender cómo es que tanto
inútil de verbo florido maneja o intenta manejar el país….
© Alfredo Cedeño
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