viernes, noviembre 04, 2022

¿SEGUIR CREYENDO?

Mi niñez es un aluvión de recuerdos sin orden ni concierto donde mis padres y mi abuela Elvira son todo. La vieja Elvira fue mi primera guarimba contra el rigor materno, siempre me amparaba contra cualquier acto disciplinario que Mercedes quería imponerme. Nunca pude haber tenido una consentidora más alcahueta que ella. Su olor era de recién bañada, no importaba la hora que fuera ella olía a limpio y a jabón Camay o Palmolive; con un genio de mil diablos que tenía fama entre la familia, pero que hacía un dulce de lechosa como nunca más he podido comer. Además de cuidarme y malcriarme me enseñó a leer, escribir y rezar.

Cierro los ojos y me veo en un velocípedo dando vueltas alrededor de ella, sentada en un mecedora de paletas en el centro de la sala, con una tabla, en la que estaban pintadas las letras y los números, y una larga vara de madera en su regazo. Ella me llamaba: Alfredo ven y dime que letra es esta. Y yo, que no iba en un triciclo sino en un dragón, continuaba girando a su alrededor hasta que ella me llamaba por tercera vez mientras alzaba la vara, de inmediato iba donde ella y su dedo algo encorvado me señalaba unas letras, se las decía y volvía a mis delirios aventureros.  En las noches, antes de dormirnos, confieso que dormí con ella hasta los cinco años, me hacía repetir una larga retahíla de oraciones y me enseñó a persignarme correctamente. Con ella fui por primera vez a misa en la iglesia San Pedro Apóstol en La Guaira, y aprendí a profesar una fe que aún conservo.

Al cumplir los nueve años llegué a vivir en Caraballeda, donde la, varias veces centenaria, iglesia de la Candelaria acogió mis manifestaciones creyentes.

Fue así como aprendí a creer en la comunión de los santos y en la santa iglesia católica, a pesar de los pesares. No es grato encontrarme ahora, en la recta final de la vida, poniendo en duda que valga la pena creer en la santa iglesia católica. A fin de cuentas, ¿qué es ella hoy en día?

Con no escasa desazón leo las noticias que llegan de Nigeria, casi de manera clandestina, donde los radicales islámicos están llevando a cabo un auténtico genocidio contra la población cristiana de ese país.

Esta nación africana el año pasado presenció el asesinato de 4.650 cristianos, cifra en crecimiento frente a los 3.530 del año 2020, tal como muestra el informe anual de la ONG Puertas Abiertas. Esa organización también revela que en dicho país en el 2021 hubo más de 2.500 cristianos secuestrados; superando ampliamente los 990 del año anterior. La mencionada organización reveló que Nigeria es el séptimo país del mundo donde los cristianos afrontan una persecución más dura por razón de su fe. Le superan: Afganistán, Corea del Norte, Somalia, Libia, Yemen y Eritrea.

          Las masacres de cristianos son pan de cada día en esos territorios. La semana pasada en la aldea de Gbeji, condado de Ukum, estado de Benue, al sur del país, fue el último escenario de uno de tales eventos. Allí una horda de milicianos fulani, una etnia de mayoría musulmana, asesinó a 70 cristianos.  ¿Y qué hacen las autoridades católicas? ¿Ha leído usted algún pronunciamiento del Pontífice progresista? El argentino ilustre, en junio pasado, envió un telegrama de condolencias a los familiares de las víctimas de un evento similar, cuando unos hombres armados entraron disparando a la iglesia San Francisco Javier de Owo, estado de Ondo, a la feligresía que celebraba Pentecostés. Tal vez el pronunciamiento papal se debió al impacto que tuvo en los noticieros mundiales esa información, porque en esta ocasión no ha dicho ni esta boca es mía.

¿Es esa la iglesia en la que crecí creyendo? No, por supuesto que no. Al menos uno esperaría la misma diligencia con la que el cura Francisco ha orado por los musulmanes en Irak, o cualquier otra de sus tantas plegarias que tanto gusta elevar por la justicia, no este silencio oprobioso, por decir lo menos. De las agencias de noticias, no era de extrañar su silencio, a ellas solo les interesa vender todo aquello que sea políticamente correcto. ¿En qué creer?


© Alfredo Cedeño  



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