Innumerables veces, en diversas tribunas que he tenido a mi
disposición he profesado mi amor incondicional por este territorio agraz y
bendito por la mano de Dios que me tocó por tierra natal. A veces rozando el chauvinismo, otras coqueteando
con la amargura de verla desmigajarse en manos de cierta “dirigencia” que no
atina a dirigir ni el tráfico, en ocasiones arañando el desconsuelo o la
impotencia de ver cómo se nos desbarranca Venezuela.


Mi padre me tildaba de “optimista insumergible” y, como casi
siempre, tenía razón. Tal vez por ello
he terminado adquiriendo una serie de anticuerpos que me protegen contra esos
hijueputas momentos. Uno de ellos son
los versos del poeta Alberto Arvelo Torrealba
“…tierra
que hace sudar y
querer,
parada con tanto
rumbo,
con agua y muerta de
sed,
una con mi alma en lo
sola,
una con Dios en la fe ;
sobre tu pecho desnudo
yo me paro a responder”



Tierra de dolores infinitos y tristes que se
pierden rumbo al horizonte como un caballo que sucumbió en medio de la
sabana. País de alegría nunca más corta
que sus pesares; heredad no de estrellas sino de luceros que relumbran en las
crestas de sus olas donde los hombres se zambullen a entresacar los peces;
lugar de sonrisas siempre cabalgantes en las caras amplias y querendonas de sus
hombres, mujeres y niños.


Esta Venezuela veleidosa; capaz de entronizar a un
error estratégico, táctico y escaso en lo sintáctico a la presidencia de la República ; también puede
ser preciosa en las arrugas de una anciana que confecciona el “pan dulce” más
adictivo que cualquier repostero catalán pueda imaginar. Este país voluble igualmente sabe ser firme
cuando de ganarse el derecho a tumbar los relámpagos de la tristeza se trata.

He dicho, redicho y repetido hasta el borde del
cansancio que mi país es el territorio de las quimeras. Aquí es donde se han
conjugado males y bienes para forjarnos. Este es el crisol y alambique donde se
ha ido configurando un espeso, pero muy cristalino, sentido de pertenencia a un
colectivo atormentado, feliz y delirante que busca sin cansancio convertirse en
la verdadera Tierra Prometida donde los santos tutelares y las vírgenes
milagrosas nacen al compás de los cuentos alucinados de cualquier abuelo.


Entre los tantos anticuerpos que he ido adquiriendo, y a los que referí al comienzo, están,
por ejemplo, Karl Ferdinand Appun, quien escribió a mediados del siglo XIX Unter Den Tropen donde asentó: “Entonces
las criollas no tienen comparación y es difícil que un hombre al verlas guarde
la temperatura normal de su sangre”. Por su parte, el sajón Antón Goering
escribió a fines del siglo XIX Venezuela, el más bello país tropical,
donde nos dejó descripciones como estas: "Cuando los primeros rayos del sol
rasgaron los cargados nubarrones, surgió el oquedal grandioso en toda su
magnificencia; las copas multiformes de los árboles se movían animadamente al
golpe fuerte del viento…”.


Amén de ellos puedo citar también
a la francesa Leontine Perignon de Roncajolo quien publicó en 1895 Au Vénézuéla, 1872-1892. Souvenirs,
donde dejó descritas las selvas del Sur del lago de Maracaibo así: “Allí la
vegetación exuberante nos llenó de admiración; los árboles alcanzan alturas
extraordinarias; las flores y los pájaros tienen colores maravilloso y en
algunos lugares vimos espléndidas mariposas…”


Dejo para finalizar al galo Raymond E. Crist, quien
bajo la tutela de Raoul Blanchard, redactó su tesis doctoral Etude Géographique des Llanos de Vénëzuéla
Occidental la cual concluyó escribiendo
en el más rancio estilo del maestro Rómulo Gallegos: “Tierra ancha y tendida,
toda horizontes como la esperanza, toda caminos como la voluntad.”

¿Cómo no morir de amor de forma
incondicional por este territorio agraz y bendito por la mano de Dios que me
tocó por tierra natal?
© Alfredo Cedeño
