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domingo, agosto 05, 2012

GRISES, NEGRO Y BLANCO…

          Innumerables veces, en diversas tribunas que he tenido a mi disposición he profesado mi amor incondicional por este territorio agraz y bendito por la mano de Dios que me tocó por tierra natal.  A veces rozando el chauvinismo, otras coqueteando con la amargura de verla desmigajarse en manos de cierta “dirigencia” que no atina a dirigir ni el tráfico, en ocasiones arañando el desconsuelo o la impotencia de ver cómo se nos desbarranca Venezuela.


            Mi padre me tildaba de “optimista insumergible” y, como casi siempre, tenía razón.  Tal vez por ello he terminado adquiriendo una serie de anticuerpos que me protegen contra esos hijueputas momentos.  Uno de ellos son los versos del poeta Alberto Arvelo Torrealba 
“…tierra
que hace sudar y querer,
parada con tanto rumbo,
con agua y muerta de sed,
una con mi alma en lo sola,
una con Dios en la fe ;
sobre tu pecho desnudo
yo me paro a responder”

 
 
 
             Tierra de dolores infinitos y tristes que se pierden rumbo al horizonte como un caballo que sucumbió en medio de la sabana.  País de alegría nunca más corta que sus pesares; heredad no de estrellas sino de luceros que relumbran en las crestas de sus olas donde los hombres se zambullen a entresacar los peces; lugar de sonrisas siempre cabalgantes en las caras amplias y querendonas de sus hombres, mujeres y niños.
 
 
            Esta Venezuela veleidosa; capaz de entronizar a un error estratégico, táctico y escaso en lo sintáctico a la presidencia de la República; también puede ser preciosa en las arrugas de una anciana que confecciona el “pan dulce” más adictivo que cualquier repostero catalán pueda imaginar.  Este país voluble igualmente sabe ser firme cuando de ganarse el derecho a tumbar los relámpagos de la tristeza se trata. 
 
            He dicho, redicho y repetido hasta el borde del cansancio que mi país es el territorio de las quimeras. Aquí es donde se han conjugado males y bienes para forjarnos. Este es el crisol y alambique donde se ha ido configurando un espeso, pero muy cristalino, sentido de pertenencia a un colectivo atormentado, feliz y delirante que busca sin cansancio convertirse en la verdadera Tierra Prometida donde los santos tutelares y las vírgenes milagrosas nacen al compás de los cuentos alucinados de cualquier abuelo.

 
          Entre los tantos anticuerpos que he ido adquiriendo, y a los que referí al comienzo, están, por ejemplo, Karl Ferdinand Appun, quien escribió a mediados del siglo XIX Unter Den Tropen donde asentó: “Entonces las criollas no tienen comparación y es difícil que un hombre al verlas guarde la temperatura normal de su sangre”. Por su parte, el sajón Antón Goering escribió a fines del siglo XIX  Venezuela, el más bello país tropical, donde nos dejó descripciones como estas: "Cuando los primeros rayos del sol rasgaron los cargados nubarrones, surgió el oquedal grandioso en toda su magnificencia; las copas multiformes de los árboles se movían animadamente al golpe fuerte del viento…”. 
 
 
Amén de ellos puedo citar también a la francesa Leontine Perignon de Roncajolo quien publicó en 1895 Au Vénézuéla, 1872-1892. Souvenirs, donde dejó descritas las selvas del Sur del lago de Maracaibo así: “Allí la vegetación exuberante nos llenó de admiración; los árboles alcanzan alturas extraordinarias; las flores y los pájaros tienen colores maravilloso y en algunos lugares vimos espléndidas mariposas…”

 

 
          Dejo para finalizar al galo Raymond E. Crist, quien bajo la tutela de Raoul Blanchard, redactó su tesis doctoral Etude Géographique des Llanos de Vénëzuéla Occidental  la cual concluyó escribiendo en el más rancio estilo del maestro Rómulo Gallegos: “Tierra ancha y tendida, toda horizontes como la esperanza, toda caminos como la voluntad.”
 
¿Cómo no morir de amor de forma incondicional por este territorio agraz y bendito por la mano de Dios que me tocó por tierra natal?

© Alfredo Cedeño
 

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