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domingo, febrero 10, 2013

PUEBLO PEMÓN


         En esta Venezuela de esquinas desconchadas y senderos que se devuelven hasta confundirnos a todos en un batiburrillo de sentidos extraviados, hago profesión de fe en la esencia de mi país. De aquí vengo y a esto pertenezco, y a esta tierra le devuelvo lo que me ha dado: el orgullo de ser su hijo, la consciencia de ser parte de un todo que se ha elaborado con la preciosa participación de todos.
 
Entre tales todos están los Pemón y de ellos escribo hoy. Este grupo indígena es el tercero más numeroso de entre los sobrevivientes que encontramos hoy en día arrinconados en numerosos rincones venezolanos. 
 
Si quieren información,  llamémosla más formal, lo cual es muy legítimo, les copio lo que dice el volumen II de Los Aborígenes de Venezuela, editado por la Fundación La Salle en 1983: “Los Pemón son un grupo indígena de habla Caribe que habita la porción sureste del Estado Bolívar (Venezuela) y las áreas vecinas de Guayana y Brasil. La palabra Pemón quiere decir gente, y es un término usado para distinguir a los miembros de este grupo…”
 
Ellos son integrantes de una de las llamadas etnias más estudiadas en Venezuela. Esto se debe en gran parte a la obra, algunas veces poco entendida y muchas veces muy cuestionada, que llevó a cabo fray Cesáreo de Armellada.  
 
El nombre real de este misionero capuchino era Jesús María García Gómez, nacido en Armellada, un villorio perdido en la Provincia de León, España por supuesto, a unos 90 kilómetros al sur de Oviedo, o unos 300 al noroeste de Madrid –escojan ustedes cual le gusta más–, quien llegó en mayo de 1936 a los espacios habitados por  los Pemón. Durante siete años el cura Armellada vivió allí y se involucró de tal manera que desarrolló la primera gramática y diccionario del idioma pemón.
 
Podría seguir extendiéndome sobre él, pero como no es el tema en el cual quiero ahondar este domingo sigo en lo que iba.  A ellos se les ha catalogado como divididos en “tres agrupaciones dialectales”: Arekuna, Kamarakoto y Taurepán.
 
En el siglo XVIII, y bien saben como soy de necio con precisar fechas, tanto como en 1772, fray Tomás de Mataró dejó asentado: “Todo este río Caroní, desde las bocas de la Paraua hasta este lugar, es mucha la indiada que hay de la nación Camaragota, que para conquistarlos es imposible sacarlos por este río…”
 
Al igual que el mentado clérigo, hubo muchos otros que dejaron testimonios sobre ellos en diferentes documentos y crónicas. Se considera que los primeros exploradores blancos que estuvieron en contacto prolongado con los Pemón fueron los hermanos alemanes Schomburgk, Robert Hermann y Richard Moritz, quienes encabezaron una expedición geográfica a la Guyana en 1835, que fue promocionada por la Royal Geographic Society de Londres.
 
Sin embargo, todos aquellos quienes han estudiado a este colectivo coinciden en señalar al científico alemán Theodor Koch-Grünberg, quien recorrió parte de los territorios ancestrales Pemón entre 1911 y 1913, para luego publicar su celebérrima obra Del Roraima al Orinoco, como el pionero en el estudio a profundidad de ellos.
 
Una de las recopilaciones de Koch-Grünberg tenía que ver con su mundo espiritual. Confieso que me impresionó al leer en el tercer tomo de su citada obra la creencia pemona de que el hombre tiene cinco almas. Aclara don Theodor que: estas almas se asemejan a los hombres, pero no son corporales sino como sombras. Mi informante dijo: –Son como las sombras de un fuego, una es la más oscura, la segunda menos oscura, la tercera casi clara, la cuarta muy clara, pero quedan siempre en sombra, y la quinta alma es la que habla. Esta es la más noble y la designan yekatón.
 
El investigador alemán también manifestó en aquel momento –¡y ya hace un siglo de ello!– su preocupación por la perdida de las manifestaciones culturales del pueblo Pemón. Se puede leer en el mismo tercer tomo: “Rara vez se ven ahora los espléndidos cuellos de pluma que antes fueron llevados por todos en las grandes fiestas de los Taulipáng, Makuschí, Akawoío y otras tribus”
 
Es preciso recordar para quienes lo saben, o darlo a conocer a quienes no, que el hábitat de los Pemón es el no menos majestuoso escenario de La Gran Sabana, una de las tierras más antiguas del planeta, donde los tepuyes han florecido al compás de los milenios.
 
No hay unanimidad de criterios en cuanto a la llegada a estos espacios de los indígenas, pero se sabe que ya es secular. Ellos supieron domar una tierra cuya composición, arena y tanino, los obliga a desplazarse de manera constante para hacer sus conucos en los bordes de las selvas que salpican estos parajes.
 
Los Pemón son también grandes cazadores y pescadores. Por supuesto que en la actualidad el uso de la escopeta se sumó al arco y la cerbatana; así como el anzuelo a las nasas  artesanales –inuk, muroi, taiwe–, y al uso del barbasco, que una vez echado en el cauce de los ríos les permite luego recoger los peces flotando.
 
En 1922, el amigo Koch-Grünberg  dijo: “Los europeos somos los que menos derecho tenemos a llamar a otro pueblo 'salvaje', sobre todo después de esta guerra.”  Sin duda alguna el viajero teutón afirmaba ello luego de conocer el mundo Pemón. Él debió haber conocido el uso entre ellos del Wekui  y el Vikui.
 
El primero era el más empleado y consistía en una cuerda de palma, que tenía veintinueve nudos en su extensión y que se iban desatando a medida que pasaban los períodos de su calendario. En el caso del Vikui, era un palo con muescas. Hay referencias de que los viajeros al partir solían portar un Wekui construido con tantos nudos, como probables días o semanas estaría ausente del punto de partida. Investigaciones realizadas por diferentes estudiosos han concluido que cada nudo equivalía a un día y que 12 nudos marcaban la fase de luna nueva en cuanto al uso del Wekui.
 
Como bien pueden suponer podría seguir dando detalles semi infinitos sobre ellos. Tampoco viene al caso hostigarlos pretendiendo atiborrarles de información sobre estos respetados venezolanos que en estos días han dado una pelea muy peculiar: desde días atrás mantienen secuestrados a un pelotón de soldados del ejército venezolano, quienes de manera sistemática se dedicaba a hostigarlos y prohibirles las actividades de subsistencia  en sus territorios ancestrales.
 
Transcribo el relato que una noche oí en Kamarata, de bocas de un anciano, que uno de los más jóvenes me fue traduciendo al español: Hace mucho tiempo el Sol era un indio, que se dedicaba a hacer conuco para sembrar ocumo. Esos era lo único que él comía, su cara era brillante. Un día que se fue a beber agua y bañarse en una quebrada después de haber estado trabajando, cuando se acercó al pozo sintió como el remolino de una persona cuando se mete al agua. Y se quedó pensando qué sería aquello. Al otro día volvió con más cuidado y vio a una mujer pequeña, pero con el pelo larguísimo, que le llegaba a los pies. Estaba bañándose y jugando y batiendo el agua con sus cabellos. Pero ella se dio cuenta de que venía el Sol y se metió a lo profundo del pozo. Pero el Sol pudo agarrarla por el pelo. “A mi no, a mi no”, gritó ella, que se llamaba Tuenkarón. Y le dijo: “Yo te mandare una mujer para que sea tu compañera”. Y entonces el Sol soltó y dejó irse a Tuenkarón.
 
Es el sortilegio de este país, la magia de la palabra que nos ha ido hilvanando con la vasta paciencia ancestral que nos nutre y nos mantiene articulados. Insisto es la consciencia de ser parte de un todo que se ha elaborado con la preciosa participación de todos.

© Alfredo Cedeño

martes, noviembre 20, 2012

MACIZO

La tierra hizo alarde de sus fuerzas
y mostró su musculatura de piedra,
lanzó sobre la planicie dormida
un bostezo de limpios abismos,
el cielo con cautela vistió un capote
y se quedó en vilo mientras esperaba.

© Alfredo Cedeño


jueves, octubre 06, 2011

GÉNESIS



Aquí, en este rincón inacabable de Venezuela, nació el mundo
y brotó el cielo de azules firmes para ser cuna del hombre
y aparecieron las nubes que ampararon al sol
y brotaron los tepuyes bañando de chorros de agua la tierra
y se asomaron las palmeras coquetas a enamorar al viento
y el orgullo es una capa poco humilde con que me planto a escribirle.

© Alfredo Cedeño

domingo, septiembre 25, 2011

MINA EL POLACO



“En ese hueco que ves ahí, mi´jo, fue donde Barrabas encontró su diamante”, me dice, casi en un susurro, con tono reverencial, la voz bronca del hombre. La suavidad con que lo dice contrasta con su porte: el de aquel que está de vuelta hasta del infierno. Digo que al andar por las minas diamantíferas de El Polaco, al borde sur del estado Bolívar, en la orilla inferior de La Gran Sabana, puedes sentir que la vida es maniquea. Cielo e infierno aquí van de la mano.

Me he ganado, en justa y merecida faena, el aura de ser políticamente incorrecto. Confieso que me siento honrado de ello. Estoy convencido que los políticamente correctos han contribuido entusiasta y fervorosamente a convertir en un estercolero esta Tierra de Gracia. Prosigo el desvarío recordando un día al querido Chucho García que una tarde de encuentro veloz, a la vera del Metro de mi amada Caracas de mil tormentos, me dijo: “¡Tú lo que eres es un cimarrón!” Si ello es llamar cada cosa por su nombre, o el que yo creo que es, no me queda otro camino.

Escribo con relativo cuido, porque más de un cofrade conservacionista podrá saltar a exigir me cuelguen por las partes pudendas en la primera plaza Bolívar que se consiga a mano. Estoy que no duermo de la preocupación…

Escribí tres párrafos atrás que El Polaco es maniqueísmo vivo porque siempre se oye, lee y ve del daño ambiental que sus ocupantes prodigan en este espacio. Nada de lo que aportan. Estos yacimientos están ubicados a unos 40 kilómetros en línea recta al oeste de Santa Elena de Uairén. Esto se traduce en dos horas largas de rodar por trochas que amenazan la integridad de cualesquieras nalgas, por más voluminosa sea su conformación, que lleven a cabo ese recorrido. Pero, ojo, llegar allá es una fiesta a la vista que hace olvidar cualquier incomodidad. Hasta de la ladilla de los soldados y guardias que te quieren averiguar incluso la talla de la ropa interior.

Aunado al esplendor del paisaje, roto cuando se comienza a bajar al ver la ranchería donde se guarecen los mineros artesanales, la silueta del Paray tepuy se columbra como mudo centinela y testigo de las fortunas y miserias que aquí se han vivido, se viven, se vivirán.

Al entrar en el campamento un manto de solidaridad brota de las covachas cuando uno de ellos avisa que vienen bajando unos soldados hacia el campamento. “Seguro que quieren atajar al amigo, llévenlo por atrás”, ordena uno cualquiera. Aquí las decisiones se toman al ritmo de las necesidades. Lo obedecen de inmediato. Un laberinto de callejones se abre cómplice y atravesamos todo en un santiamén, caemos en medio de la selva. “¡Qué le echen bolas y nos encuentren ahora!”, dice el muchacho que me guía mientras suelta una carcajada silente.

Las caras de estos hombres de gestos y mirada sin miedo hacen pensar en niños que juegan, pero con la certeza de que cualquier error se paga caro, hasta con la vida. En un riachuelo dos criaturas juegan sin pararle la más minima bola a lo que ocurre a su alrededor. Llegamos a una cortina de árboles que apenas cruzarla muestra un suelo cuajado de hoyos de distintos diámetros y profundidades. En todos hay hombres que semejan topos con barras, picos y palas en mano. Están sacando arena que luego van a “lavar” con la suruca –especie de gran colador–, y con el agua hasta las pantorrillas, rogando que aparezca algún diamante que compense las jornadas.

“Aquí es domingo cuando nos aparece una piedrita; que ya la debemos, porque hay que pagar la comida en la bodega, las cervecitas que nos hemos tomado, y si uno se ha dado una vuelta con alguna de las “muchachas” –eufemismo con que denominan a las prostitutas– pues hay que pagarles; y siempre hay que tratar de guardar algo, pá cuando no sale nada. Que es casi siempre...”

Una mujer oye y sigue lavando la arena que su marido sacó de un hueco de 20 metros. No supe cuando soltó la suruca, se acerca y dice: “¿Daño? ¿Hago daño por ganarme la vida? ¡Qué sabroso se habla cuando no hay que joderse para ganarse el pan; a mi que no me escarben la lengua que la tengo quieta, pero que vengan a darnos de comer y beber y vestir, después discuto eso del ambiente”. Su esposo la abraza y con gesto desenfadado lleno de ternura y orgullo se le plantan a la cámara.

Llega un niño a avisar que los guardias se fueron y volvemos al “pueblo”, es cuando me enseñan el sitio donde Barrabás, nombre con que pasó a la posteridad Jaime Teófilo Hudson, encontró en octubre de 1942 el célebre diamante Libertador que midió 2,43 centímetros de ancho, 3 de largo y 154 quilates brutos. 63.000 dólares le dieron, y luego se los echó al goce junto a sus socios Tambara y el indio Solano. De todo aquello sólo quedó como santuario minero un socavón lleno de agua estancada y centro de abastecimiento permanente de zancudos con su cargamento de paludismo para el área…

“Sólo se quejan de nosotros, pero nadie ve que estamos haciendo patria”. Suelta sin anestesia uno de estos hombres. “¿Qué quieren? ¿Nos vamos y le dejamos la puerta abierta a los garimpeiros para que acaben con lo que nos queda de frontera? ¿Ellos si se pueden llevar hasta la ultima grama de oro, hasta la última piedrita y nosotros no?”

Debo señalar que El Polaco está a menos de 20 kilómetros en línea recta de esa nación novelera –por aquello de su constante, y buena, producción de teledramáticos- y terrófago insaciable que se llama Brasil.

Cae la tarde y es hora de volver a Santa Elena, el Toyota ataca la cuesta que nos sacará a la carretera. En la orilla derecha del camino, a la sombra de unos árboles, una parihuela reposa entre los troncos. Me adivinan la mirada y acotan: “hasta aquí pudimos llegar con el tuerto Eduardo la semana pasada, no se fijó bien y por el lado del ojo malo lo jodió una cuaima concha e´ piña allá arriba de aquel otro lado del cerro y tardaron día y medio en llegar. Es que aquí no hay descuido que valga.”

© Alfredo Cedeño























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