domingo, septiembre 25, 2011
MINA EL POLACO
“En ese hueco que ves ahí, mi´jo, fue donde Barrabas encontró su diamante”, me dice, casi en un susurro, con tono reverencial, la voz bronca del hombre. La suavidad con que lo dice contrasta con su porte: el de aquel que está de vuelta hasta del infierno. Digo que al andar por las minas diamantíferas de El Polaco, al borde sur del estado Bolívar, en la orilla inferior de La Gran Sabana, puedes sentir que la vida es maniquea. Cielo e infierno aquí van de la mano.
Me he ganado, en justa y merecida faena, el aura de ser políticamente incorrecto. Confieso que me siento honrado de ello. Estoy convencido que los políticamente correctos han contribuido entusiasta y fervorosamente a convertir en un estercolero esta Tierra de Gracia. Prosigo el desvarío recordando un día al querido Chucho García que una tarde de encuentro veloz, a la vera del Metro de mi amada Caracas de mil tormentos, me dijo: “¡Tú lo que eres es un cimarrón!” Si ello es llamar cada cosa por su nombre, o el que yo creo que es, no me queda otro camino.
Escribo con relativo cuido, porque más de un cofrade conservacionista podrá saltar a exigir me cuelguen por las partes pudendas en la primera plaza Bolívar que se consiga a mano. Estoy que no duermo de la preocupación…
Escribí tres párrafos atrás que El Polaco es maniqueísmo vivo porque siempre se oye, lee y ve del daño ambiental que sus ocupantes prodigan en este espacio. Nada de lo que aportan. Estos yacimientos están ubicados a unos 40 kilómetros en línea recta al oeste de Santa Elena de Uairén. Esto se traduce en dos horas largas de rodar por trochas que amenazan la integridad de cualesquieras nalgas, por más voluminosa sea su conformación, que lleven a cabo ese recorrido. Pero, ojo, llegar allá es una fiesta a la vista que hace olvidar cualquier incomodidad. Hasta de la ladilla de los soldados y guardias que te quieren averiguar incluso la talla de la ropa interior.
Aunado al esplendor del paisaje, roto cuando se comienza a bajar al ver la ranchería donde se guarecen los mineros artesanales, la silueta del Paray tepuy se columbra como mudo centinela y testigo de las fortunas y miserias que aquí se han vivido, se viven, se vivirán.
Al entrar en el campamento un manto de solidaridad brota de las covachas cuando uno de ellos avisa que vienen bajando unos soldados hacia el campamento. “Seguro que quieren atajar al amigo, llévenlo por atrás”, ordena uno cualquiera. Aquí las decisiones se toman al ritmo de las necesidades. Lo obedecen de inmediato. Un laberinto de callejones se abre cómplice y atravesamos todo en un santiamén, caemos en medio de la selva. “¡Qué le echen bolas y nos encuentren ahora!”, dice el muchacho que me guía mientras suelta una carcajada silente.
Las caras de estos hombres de gestos y mirada sin miedo hacen pensar en niños que juegan, pero con la certeza de que cualquier error se paga caro, hasta con la vida. En un riachuelo dos criaturas juegan sin pararle la más minima bola a lo que ocurre a su alrededor. Llegamos a una cortina de árboles que apenas cruzarla muestra un suelo cuajado de hoyos de distintos diámetros y profundidades. En todos hay hombres que semejan topos con barras, picos y palas en mano. Están sacando arena que luego van a “lavar” con la suruca –especie de gran colador–, y con el agua hasta las pantorrillas, rogando que aparezca algún diamante que compense las jornadas.
“Aquí es domingo cuando nos aparece una piedrita; que ya la debemos, porque hay que pagar la comida en la bodega, las cervecitas que nos hemos tomado, y si uno se ha dado una vuelta con alguna de las “muchachas” –eufemismo con que denominan a las prostitutas– pues hay que pagarles; y siempre hay que tratar de guardar algo, pá cuando no sale nada. Que es casi siempre...”
Una mujer oye y sigue lavando la arena que su marido sacó de un hueco de 20 metros. No supe cuando soltó la suruca, se acerca y dice: “¿Daño? ¿Hago daño por ganarme la vida? ¡Qué sabroso se habla cuando no hay que joderse para ganarse el pan; a mi que no me escarben la lengua que la tengo quieta, pero que vengan a darnos de comer y beber y vestir, después discuto eso del ambiente”. Su esposo la abraza y con gesto desenfadado lleno de ternura y orgullo se le plantan a la cámara.
Llega un niño a avisar que los guardias se fueron y volvemos al “pueblo”, es cuando me enseñan el sitio donde Barrabás, nombre con que pasó a la posteridad Jaime Teófilo Hudson, encontró en octubre de 1942 el célebre diamante Libertador que midió 2,43 centímetros de ancho, 3 de largo y 154 quilates brutos. 63.000 dólares le dieron, y luego se los echó al goce junto a sus socios Tambara y el indio Solano. De todo aquello sólo quedó como santuario minero un socavón lleno de agua estancada y centro de abastecimiento permanente de zancudos con su cargamento de paludismo para el área…
“Sólo se quejan de nosotros, pero nadie ve que estamos haciendo patria”. Suelta sin anestesia uno de estos hombres. “¿Qué quieren? ¿Nos vamos y le dejamos la puerta abierta a los garimpeiros para que acaben con lo que nos queda de frontera? ¿Ellos si se pueden llevar hasta la ultima grama de oro, hasta la última piedrita y nosotros no?”
Debo señalar que El Polaco está a menos de 20 kilómetros en línea recta de esa nación novelera –por aquello de su constante, y buena, producción de teledramáticos- y terrófago insaciable que se llama Brasil.
Cae la tarde y es hora de volver a Santa Elena, el Toyota ataca la cuesta que nos sacará a la carretera. En la orilla derecha del camino, a la sombra de unos árboles, una parihuela reposa entre los troncos. Me adivinan la mirada y acotan: “hasta aquí pudimos llegar con el tuerto Eduardo la semana pasada, no se fijó bien y por el lado del ojo malo lo jodió una cuaima concha e´ piña allá arriba de aquel otro lado del cerro y tardaron día y medio en llegar. Es que aquí no hay descuido que valga.”
© Alfredo Cedeño
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